17/01/2021
 Actualizado a 17/01/2021
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Al principio fue la curva. Emergió sin apenas rumor, arqueando el horizonte con una pendiente mansa, un lomo elástico que ascendía y ascendía. La montaron, como surfistas improvisados y ascendieron a su cresta con miedo al fin, en cuanto divisaron lo lejos, allá abajo, que había quedado el lugar donde brotara. Su impulso era imparable; altura y gravedad asumieron nuevos significados. La curva. En aquellos días el empeño consistía en «doblegarla». Muchos, demasiados, cayeron desde lo alto y a medida que la curva iba regresando a la superficie, recorriendo el arco que ella misma tensase, también cayeron, en una negra cuenta atrás, muchos más. 800, 700, 600, 550, 500, 450... La curva fue vencida, la calma, o al menos una brumosa calma, retornó.

Surgió entonces la ola. Y supieron –¿cuántos lo sabían ya, cuántos no quisieron saberlo después?– que la curva no estaba sola sino que había sido un anticipo, un aviso, la primera gran cresta que anuncia un oleaje. La segunda curva era, por tanto, la segunda ola. De nuevo hubo que navegarla, pero algo alegaban saber ya aquellos marinos novatos inflados de suficiencia. Otra vez –¡otra vez!– se hundieron muchos. Demasiados. Cualquiera, uno solo, era demasiado. A medida que surcar la ola se convirtió en una navegación llegaron las primeras intrigas, los primeros motines, los esquifes desertando, el escorbuto que viaja en cada navío con su sonrisa sin dientes. A cada disensión hubo un chivato y a cada infracción un escarmiento; todos apestaban a engaño pero cada uno se tenía por modelo a seguir. Eran tantas las normas, tantos los oficiales al mando... A tientas se perfilaron multitud de portulanos, se improvisaron predicciones y una y otra vez se encalló o se arrumbó sin saber bien por qué. Aun así, la ola amansó.

A consecuencia, se permitió la celebración. Todos, desde el almirante hasta este polizón, eran conscientes de que tras una ola viene otra; no hace falta navegar mucho para aparejar esa certeza. Sabían también que preparar la llegada de la ola suponía navegarla mejor, templar sus embates en el casco y perder menos hombres, misión primera de todo marino. Sabían que las olas se encrespan si se revuelven las aguas: cualquiera que haya subido a un bote sabe cómo azotan las que levanta un fueraborda. La tripulación, empero, optó por la algarabía, los hurras y el ron o como quieran ser ahora los regocijos del mar. Lo exigieron, era su derecho, dijeron, por tradición. Desde el oficial al mando hasta el grumete de baldeo festejaron, aunque, por supuesto, no con idéntica responsabilidad.

La ola, la tercera ola, llegó, más alta y brava que las anteriores, inmediatamente después, sin respiro. Prevenida pero no preparada, la tripulación empezó a contar las bajas y a inculparse unos a otros. Muchos se conjuraron para que no volviera a suceder. Otros, marinos viejos, callaban. En algunos lugares nevó.
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