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Maradona, tragedia del dios/hombre

30/11/2020
 Actualizado a 30/11/2020
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La muerte de Maradona ha sacudido las aguas estancadas de esta pandemia, en las que nadamos a duras penas. La anestesia cotidiana de la letanía de los números, esa infinita paciencia de los ciudadanos ante los sermones políticos de todo cuño, tan reiterativos como predecibles, se agitó de pronto en nuestra sobremesa, cuando se escuchó el estallido mediático de la muerte del balompédico dios, allá, muy de mañana, en la localidad de El Tigre. Un hecho repentino, aunque quizás largamente anunciado, sacudió el espinazo mediático, fue un terremoto bajo la superficie de esta actualidad plana y doliente, un golpe demoledor, dijeron algunos, un trueno poderoso en medio de la niebla.

Pero no todas las opiniones coincidieron. Mientras por un lado se hablaba de la muerte de un dios, el astro definitivo del balón, otros insistieron en su vida exagerada, en el declinar de la estrella a lo largo de los años, en los incidentes que habrían salpicado su biografía aquí y allá, en el lado trágico de lo que podría haber sido, a buen seguro, una vida regalada y dulce, de haberse dado las cosas de otro modo. Muchos articulistas que redactaron urgentes obituarios dejaron ver desde el principio que una cosa era Diego y otra Maradona, que una cosa era el dios y otra era el hombre, el ser divino de las verdes praderas y el ser carnal, herido por el rayo de la fama, caminante de senderos torcidos, seguidor de acompañantes quizás equivocados, excesivo, en suma, en su devenir cotidiano, mientras la gloria se alejaba del presente sin remedio, como en los carteles de Sunset Boulevard.

No creo que hubiera un Maradona mágico, un hechicero del balón, un dios de la cancha, elevado a los altares desde la modestia de la potrera, distinto del hombre carnal y acelerado, torturado por el caudal incontenible de la fama, incapaz de negociar la santidad sobrevenida, el éxito innegable, atenazado por su propia gloria. Estamos ante el ejemplo perfecto del dios/hombre, al que nosotros mismos hemos divinizado, pues es tendencia muy humana. El paso de los años divinos a la carnalidad doliente, ese hacerse humano y habitar entre nosotros, contemplarlo en sus calvarios y en sus caídas en la tentación, no fue sino la confirmación de su naturaleza, el hecho que más firmemente apoyó su ascenso a una especie de santidad, icono de una religión mediático-futbolística, y así, el dios/hombre fue reconocido y perdonado por su lado mortal, pues en ese reconocimiento nos perdonábamos quizás a nosotros mismos.

Su muerte, en la enfermedad, y tras un largo historial de coqueteos con el abismo, después de hollar los territorios más fieramente humanos, se convertía en las pantallas en una especie de representación del martirio final, lo que nos liberaba de su condición de hombre, de tal forma que así ascendía definitivamente a la condición de mito. El Maradona que sabíamos gravemente herido por las cosas de la vida ascendía finalmente al Olimpo que ya le pertenecía, se incorporaba a su condición de inmortal que para muchos ya había ganado en la juventud. La vieja grandeza volvió a los informativos, se repitió sin cesar el gesto de su mano milagrosa aquella tarde, se reiteró su naturaleza mágica, como corresponde a los hechiceros de la tribu, la capacidad de torcer contra natura el curso de las aguas, o del balón. Ya nada más humano podría mancillar lo que se consideraba como sagrada herencia.

Hay un componente liberador en el héroe trágico. Maradona lo era. Expuesto en los altares de las pantallas iluminadas, donde hoy se dirimen tantas cosas, los momentos de caída y de tentación figuraban en el haber de su lado humano, nos acercaban a su condición, otorgaban carnalidad al mito intocable y venerado. Viendo su caída, y los males de la vanidad y del dinero, la tragedia del héroe se dignificaba con un halo ético indiscutible, a la manera de Schopenhauer. Maradona se hacía hombre carnal tras la divinidad de las canchas, bajaba al barro de la vida, caía en las numerosas tentaciones.

La exposición propia del mundo contemporáneo, el relato de los hechos según las escrituras de los periódicos y los vídeos de las televisiones, lo convirtieron en material de consumo masivo, como también lo habían sido sus gestas y sus milagros. Hubo un caudal de morbo que no podrá ser negado, la manifestación, también humana, de eso que Freud llamaba el relato «refinadamente hipócrita». Los componentes del héroe trágico, tal y como el canon los describe, estaban servidos. La idealización primera del dios de las verdes praderas se tornó en muchos casos en críticas feroces, porque es muy cierto que la sociedad demanda ejemplaridad a sus héroes. Estaba bien su origen humilde, su lucha por los desfavorecidos, la poderosa narrativa del origen en los barrios pobres, la imagen del niño ungido por la magia, pero, a la hora de su muerte, no han faltado los que le han despojado de la condición divina, los que han hecho pesar más el lado exagerado de su vida, los que no creen posible dividir el juicio entre el dios y el hombre, entre el artista y la persona, entre Maradona y Diego.

Cabe decir que Diego Armando Maradona nunca quiso ser ejemplo para nadie. Para muchos, su divinización fue de nuevo un acto humano, como sucede en todas las edades de la cultura. Nuestra creación, el impulso de hallar una referencia a la que adorar y en la que creer. La sustitución del héroe estético, de la belleza perfecta y equilibrada por la imperfección propia del hombre, pues errar es sin duda nuestra principal característica, hizo a muchos reconocer la consabida teoría de Nietzsche al respecto.

En Maradona, héroe trágico, se reúnen los dos lados complementarios de nuestra condición. Por una parte, la belleza apolínea de las acciones perfectas y hermosas, la música de sus acciones en los estadios, la capacidad de ejecutar actos considerados imposibles para el resto de los humanos. Por otro, la deriva hacia la carnalidad palpable, hacia la máxima expresión de los sentidos, el Maradona/hombre, tentado y destruido, mártir al fin para muchos, privado de la verdadera libertad por las garras de la fama y por las trampas de la gloria. El héroe apolíneo que saca a relucir el lado dionisiaco, «el yugo tirado por la pantera y el tigre», el desbocamiento de los sentidos, la trágica embriaguez del dios, ahora sí, elevado sin remedio a los altares mediáticos, ese lado dionisiaco que cierra el círculo de la tragedia, y que nos libera de ser perfectos y ejemplares, a nosotros, tan mortales, celebrando esa ensoñación terapéutica del vino de la vida, de todo lo que nos alegra y nos mata.
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