06/12/2020
 Actualizado a 06/12/2020
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Con esto de exterminar al virus, en versiones más eficaces y sofisticadas, se están utilizando desinfectantes que antiguamente se empleaban para desparasitar cochinos, merinas y bestias. Uno de los más populares tenía una fama desmedida entre los ganaderos babianos, que lo rociaban a discreción en los pesebres de las cuadras. En alguna ocasión, si se los veía brincando, también sobre alguna coronilla forrada de piojos. En mi juventud había un producto químico que en forma de aerosoles (quién nos iba a decir que esta hermosa palabra acabaría convertida en un anatema), purificaba los pisos modestos y se anunciaba en las salas de cine. Salía una chica de pelo lacio al final del spot, lanzando un chorro hacia los espectadores y de fondo se oía su voz sedosa y musical. Recuerdo que, en un cine de barrio, desde la primera fila, un grupo de macarras se ponía a toser bárbaramente cada vez que aparecía la moza, mientras proyectaba la nube en la pantalla. Menudo jolgorio se montaba. Era otra época, sin duda, una de sacristanes y sesiones continuas, y medio país olía a nitratos, arpilleras y cagarrutas de conejo. El pueblo, sin embargo, celebraba una higiene que, según nuestras madres, no estaba reñida con la pobreza. Las sábanas lavadas en el río se tendían al aire y en la luz fresca que las envolvía había un pálpito fragante e infantil. El embozo se estampaba en nuestras mejillas con una pereza sensual. A veces, si la suciedad persistía, se bajaban a la hierba y el oro del sol desintegraba cualquier atisbo de mancha: incluso las de origen humoral o pecaminoso. Las que tenemos ahora parecen ingobernables. La sociedad entera es un sudario cubierto de manchas, pero acaso las peores se afiancen con los prejuicios y la edad. Nos vamos ensuciando irremediablemente, poco a poco. Yo mismo no sé bien cómo tratarlas ni hacerlas desaparecer. Será que la vida consiste en eso, en despedirse aceptando que nunca borraremos ciertas manchas y que nadie podrá perdonarlas. Nos queda la esperanza de que se vayan desvaneciendo, o de que alguien que no ha nacido, viendo en el futuro una foto nuestra, nos imagine con una camisa blanca al borde del corral, las manos en los bolsillos, una sonrisa radiante en la cara, el brillo de la sábana que extiende nuestra madre en la hierba, mucho antes de la pandemia, de la nostalgia, de los días en que caminábamos por la ciudad con una mancha en el corazón.
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