24/04/2022
 Actualizado a 24/04/2022
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Como bien indicaba nuestro admirado Serge Gainsbourg, «la fealdad es superior a la belleza, porque perdura». Lo sabía él mejor que nadie, que era feo como un condenado, aunque algunas de sus canciones sean a la postre de las más hermosas que jamás se hayan escrito.

En esa lógica de pensamiento, lo mismo podemos concluir de la maldad respecto de la bondad: la primera es siempre pertinaz, mientras que la segunda se disuelve con extrema facilidad en el lodazal de la infamia. Es una constante histórica apenas alterada por aparentes momentos de placidez nunca del todo universales. Y es así mismo una constante humana, un comportamiento persistente, en este caso claramente global. Lo extraño es que nos asombren todavía las imágenes de la crueldad o que nos aturdan las conductas inmorales. Con las primeras nos estremecemos. Con las segundas hacemos como si tal cosa o las consideramos simple pillaje. Precisamente desde esta benevolencia cómplice se llega tarde o temprano al estallido de lo salvaje. En el sustrato de toda guerra anida siempre una mentira.

Lo peculiar de esta época nuestra no es la maldad en sí, sino su enormidad, esa cualidad del mal para crecer y extenderse más allá de lo que ha sido soportado ya en el episodio precedente. Frente a esa dinámica, la bondad es una bagatela. Por eso nos es más sencillo identificarnos en las ficciones con los personajes malvados, generalmente más complejos en su psicología y mucho más morbosos en su atractivo. Un personaje benigno es, en cambio, un personaje plano y predecible, más bien soso y casi nada estimulante. Incluso el bueno de las películas ha de contar con un colmillo retorcido para hacerse valer, así en la acción como en el sentir de los espectadores.

Por eso mismo, cuando Gainsbourg redujo el estribillo de la Marsellesa, que es una marcha militar al fin y al cabo, a un sencillo «¡A las armas!... etcétera…» y la acompasó al ritmo reggae, estaba escribiendo muy a propósito un tratado histórico absolutamente intemporal.
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