20/10/2017
 Actualizado a 14/09/2019
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Supongo que eso de coger algo gratis, que, además, se come, es la causa de que muchos se hayan decidido a tirarse al monte a buscar setas. Lo de tirarse al monte, por supuesto, en el mejor sentido de la palabra.

En mi caso, bien se puede decir que también, pero con alguna consideración al margen, porque, a decir verdad, como siempre me gustó eso de la cocina, no era tanto el comer como la curiosidad por encontrarlas y luego elaborar algo con ellas.

Así, muchos años ha, que al monte me fui, a buscar setas. Eso sí, de compañero de alguien que sabía, consejo que cualquiera te da y que yo, a mi vez, doy: que a nadie se le ocurra ponerse a coger y luego cocinar sin más.

Y he de reconocer que, cuando cogí mis primeras, siempre supervisadas, me dio un subidón de campeonato. Eran unas lepiotas. Alguien me había dicho que preparadas como sándwich de jamón estaban estupendas. Así que las quité el pie, las corté en cuatro (eran bastante grandes) y rellenas con jamón y rebozadas… a la sartén. Me supieron a gloria, aunque la ‘piel’ estaba bastante correosa. Pero era igual. Me había estrenado.

Y luego, a perseguir a expertos, que, como siempre, no soltaban prenda de donde estaban sus cazaderos. Como mucho, te decían por donde andaban, de una forma tan genérica, que tampoco te resolvía casi nada.
Y así me fui haciendo con mis sitios, mis setas y mis libros, sobre todo, lo reconozco, de cocina, porque, al fin y al cabo, ¿no son las setas un alimento?

En el medio, santa ignorancia, se me ocurrió presumir delante de unos amigos suizos, expertos en el tema, de que en León había setas muchas y variadas. Tanto lo ponderé que me hicieron caso, se montaron en su coche acompañados de un aparato para secar setas, un trasto que ocupaba casi todo el asiento trasero, de esos que los suizos, que tienen todo tipo de aparatos domésticos, te enseñan en exhibición de poderío. En fin, que aquí se presentaron más o menos por estas mismas fechas del Pilar.

¡Qué desastre! Hizo buen tiempo, menos mal, pero había llovido poco, por no decir nada, aunque más que este año, y en tres días de búsqueda y captura, casi lo único bueno que sacamos fue una ración de gambas a la plancha en Cistierna. Ellos, que pensaban llevarse un saco para presumir en Suiza donde, ya por aquellos tiempos, más de 20 años, había que tener carnet de recolector y con una limitación de cantidad bajo multa. Una multa de asustar, según costumbre helvética.

Después de esa ración de humildad, cuando entendí que las setas salen cuando salen, y no cuando uno quiere que salgan y que hay bastante más riesgo de lo que parece, ya me fui sólo, a mis cazaderos, esos que todos nos hacemos y no contamos, y cogiendo exclusivamente lo que conocía.

Y de inmediato me hice socio de la Asociación Micológica San Jorge, cosa que recomiendo a cualquiera que le guste ésto y aunque sólo sea por seguridad, porque no es necesario estar asociado para poder llevar tu cosecha a comprobar. Y, por supuesto, yo también me acercaba por allí por si acaso, cuando no lo tenía muy claro.

Pero la edad no perdona, y mi actividad en este campo se ha ido diluyendo, porque, entre otras cosas, y como decía mi madre cuando más o menos tenía mi edad (entonces yo no lo entendía): «pero que lejos está el suelo».

Por ejemplo: me encantan las senderuelas. Pero, para bien ser, cortarlas donde hay que cortarlas, a ras de suelo, ya no compensa. Son estupendas (unas sopas de ajo con senderuelas es un placer de dioses), pero para obtener una cantidad aceptable que te permita esas sopas, o cualquier otra cosa, y, además poder secar unas cuantas, ya que son precisamente de las mejores para guardar en seco… es demasiado para mis bisagras biológicas.

Lo que no quita el recuerdo de mi primer encuentro, así, a pecho descubierto, con las senderuelas. Emulando las batallitas del abuelo Cebolleta, que muchos lectores recordarán del PULGARCITO o el DDT, hete aquí que iba yo, en el ejercicio de mis labores habituales, allá por los años de Maricastaña, a ver una casita en un pueblo de cuyo nombre no puedo acordarme (y es verdad que no me acuerdo). Era otoño, había llovido, el aire olía a tierra y, mira por donde, a un lado de aquella casita, en un prado bien húmedo y bien verde, me encontré con cientos de setitas, pequeñas ellas, formando corros y senderos. ¡Senderuelas, seguro! A la porra la visita, me dije, esto no me lo pierdo. Me agencié una, no, dos, cajas de cartón, pero grandes, y me lié, ante los ojos asombrados de unos cuantos paisanos, a cortar, tirar, arrancar. Me puse hasta los ojos de barro y de agua, todos los pantalones manchados del verde de la hierba. Pero no me importó, porque me llevé no menos de cuatro kilos, que para ser senderuelas, es una barbaridad. Y ahí ya piqué para el resto de mis días.

He de aclarar algo con dolor de contricción y propósito de la enmienda: se lo fui a enseñar a quien correspondía, y la bronca que me echó fue de órdago. Mea culpa, jamás lo volví a hacer.

Hoy me tengo que conformar con buscar setas grandes, mejor altas y de no difícil acceso.

Menos mal que las lepiotas vienen en mi ayuda, incluso algún que otro boletus y, a veces, coprinus. Por cierto: alguien los ha tomado alguna vez rellenos con jamón y queso, rebozados en harina y huevo y luego fritos? Porque son una delicia solamente al alcance de los que los puedan encontrar, dadas sus especiales características que no permiten su comercialización (para los que no son iniciados o que están empezando, a las pocas horas ser cogidas empieza a ponerse negro el borde del sombrero y, en menos que canta un gallo, se convierten en una especie de brea negra y asquerosa).

En fin, que podría seguir contando más batallas de mis inicios seteros, de los que salí sabiendo algo, no mucho, pero sí suficiente para no haber tenido nunca ningún problema. Y con eso me conformo.

En cuanto al presente año, pues mal año. Algo se encuentra, pues lugares húmedos y protegidos siempre hay, pero, desde luego, no es un año para tirar cohetes. Es cierto que ha llovido, pero mucho me temo que de poco va a servir, porque los fríos están ya a las puertas.

¡Ah, por cierto! Que no se me olvide. Hace dos semanas eché mi cuarto a espadas para apoyar la candidatura a la ciudad (y provincia) gastronómica 2018. Lo siento por Cuenca, pero me alegro por nosotros.

Y mira, reivindiqué las bodegas como parte del patrimonio gastronómico, y se me pasó el de las setas. Porque es cierto que hay muchas y excelentes, tanto en primavera como en otoño. Solamente hay que esperar que el próximo año, la naturaleza tenga a bien regarnos generosamente y dar calor cuando sea preciso.

Así sea y enhorabuena a todos los que han peleado por este evento.
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