jose-luis-gavilanes-web.jpg

Magnicidios

José Luis Gavilanes Laso
08/07/2018
 Actualizado a 16/09/2019
Guardar
Según el diccionario, se entiende por magnicidio –de ‘magnus’ (grande) y ‘cidio’ (acto de matar)– el homicidio o asesinato de un jefe de estado, gobernante o persona importante en función de su cargo. Si rey o reina, estamos ante un regicidio. Unos y otros pueden ser consumados o frustrados. En el caso de regicidios frustrados, es de destacar aquellos casos en que, convictos o presuntos, los autores sufrieron terrible suplicio antes morir. Destaco tres de ellos por su tremendismo en ejecución pública. El sufrido por Fernando el Católico, en 1498, sobre las escaleras del Palacio de la Generalitat de Barcelona, causado por Juan de Cañamares; el del rey Luis XV de Francia, en 1757, a cargo de Robert François Damiens; y el del rey José I de Portugal, en 1758, aprovechado por el jefe de gobierno, Marqués de Pombal, para cargarse a los Tavora, Atouguia y Aveiro, sus detractores, flor y nata de la alta nobleza portuguesa. Y es que lo reyes lo eran ‘por la gracia de Dios’, lo que elevaba el regicidio a la altura del sacrilegio.

Respecto a los magnicidios, el pasado mes de abril coincidieron en su publicación dos importantes libros: ‘El vicio español del magnicidio’ (Planeta), de Francisco Pérez Abellán; y ‘Magnicidio’ (Luciérnaga), de José Luis Hernández Garvi.

Pérez Abellán desmonta la común versión extendida sobre las muertes de Prim, Cánovas, Canalejas, Dato, Carrero Blanco y el regicidio frustrado de Alfonso XIII. El autor estudia en profundidad estos seis atentados concluyendo que los cronistas mintieron al asegurar que fueron obra de radicales en vez de sicarios a sueldo. Porque, en realidad, no sólo se trataba de un asesinato, sino de eliminar una forma de gobierno. Tras un largo y meticuloso proceso de investigación, el autor relaciona los atentados entre sí, desvinculándolos como fenómenos aislados del anarquismo y sí como auténticos golpes de Estado. Oficialmente como ‘lobos solitarios’, en realidad los ejecutores eran asesinos orientados por cómplices a los que nunca se detuvo. Un modelo tan estratégico como el magnicidio español –y, por su número, a la cabeza de Europa–, era la mejor receta para matar opositores y echar la culpa a los revolucionarios. La policía o no estaba o, si estaba, no actuó para impedirlos. Nunca suficientemente investigados, los asesinos se esfumaron o recibieron garrote a la carrera. Asesinatos que no habrían ocurrido si los pertinentes mecanismos de prevención hubieran funcionado. Según Pérez Abellán, en todas las ocasiones los sumarios fueron mal dirigidos, y ni historiadores ni juristas han revisado los papeles ni buscado los fallos de los procesos que fueron claves en las transformaciones históricas de España. Yendo aún más lejos, pues ha habido destrucción de pruebas en muchos casos absolutamente voluntaria e intencionada.

Por su parte, José Luis Hernández Garvi nos acerca en su libro a una dramática costumbre que se repite con cierta frecuencia en la Historia de los Estados Unidos: el asesinato o las tentativas de eliminación de los ocupantes del Despacho Oval de la Casa Blanca (Lincoln, Garfield, McKinley, los Kennedy, Ford y Reagan) o dirigente de derechos civiles (Luther King). El autor nos sitúa en el contexto social y político que rodeó la vida de estos prohombres que murieron violentamente o resultaron heridos durante el ejercicio de su mandato, aportando datos y detalles, muchos de ellos desconocidos hasta ahora, sobre sus biografías y las de sus criminales, así como los planes y conspiraciones urdidos para acabar con sus vidas.
Lo más leído