20/06/2021
 Actualizado a 20/06/2021
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Llegas a una edad en la vida donde los alicientes empiezan a ser escasos y furtivos. Te aferras a cosas peregrinas, salvo que el destino te ofrezca alguna salida súbita y airosa. Yo soy, no obstante, un privilegiado. Desde hace años llego a casa sabiendo que, al menos durante unos minutos, mientras me siento a la mesa y parto el pan, escucharé un puñado de anécdotas maravillosas. Sobre seres que están iniciando una aventura increíble. Con la cuchara suspendida en el aire, escucho embelesado cómo han iniciado su viaje y de qué manera lo van sorteando día a día, semana tras semana, curso tras curso. Al cabo de un tiempo conozco sus nombres y gradualmente les voy poniendo rostro: caritas cuya expresión cambia poco a poco, como los lechos de esos ríos que, por efecto del viento y la luz, se rizan y oscurecen en unos segundos.

Nada hay más hermoso que ser testigo de algo así. Si encima tienes la oportunidad de influir en su mudanza, no se puede pedir más. Siempre envidiaré la experiencia de quienes enseñan. Después de salvarle la vida a una persona, ayudarle a madurar y adquirir conocimientos es un logro incomparable. ¿Puede haber mayor placer que enseñar a leer y a sumar, a descubrir los misterios y los mapas del mundo? Eso solo está al alcance de un puñado de maestras. Es posible que no reciban el reconocimiento que merecen, pero ellas saben que están en contacto con algo único: ese trébol que aparece, milagrosamente intacto, entre las páginas de un diario antiguo; la manita que aprieta sus manos durante una tormenta; el fulgor en la mirada de quien pronuncia por primera vez una sílaba.

Llega este junio que da fin, una vez más, a un ciclo de tres años y nuestra casa se llena de satisfacción y melancolía. Satisfacción por el deber cumplido y melancolía por cierta sensación de pérdida. Los padres le han entregado a Charo un vídeo con momentos irrepetibles. Surgen por en medio, como telarañas, los meses de la pandemia, pero también fueron superados. Te asombra, como siempre, lo que han cambiado esos niños, sin percibir que tú lo has hecho con ellos. Al pasar las imágenes, me da por pensar que quizá merezca la pena envejecer así: cruzando el patio de una vieja escuela, guiando a un grupo de pequeños, alegrando sus corazones con una canción. Amparándoles. Lejos del dolor, de la incertidumbre, de esa aflicción turbia y oscura que las buenas maestras guardan bajo siete llaves. Benditas sean.
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