13/10/2019
 Actualizado a 13/10/2019
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Era tal el rencor que el rey Felipe IV guardaba a Francisco de Quevedo por las críticas que le había dirigido, que prohibió que se le enterrase en el convento madrileño que el insigne escritor había designado en su última voluntad. Ello motivó que los huesos del pobre Quevedo pasaran siglos de tumba en tumba hasta su último enterramiento, nada menos que en 2007. A ello se refería Ramón Gómez de la Serna al decir que en España no hay descanso eterno para los muertos, y que eso de la sepultura perpetua es una de las mentiras convencionales más absurdas.

También el rencor motivó la exhumación de Gutierre Fernández de Castro, cuyos huesos fueron paseados y acusados de alta traición por sus enemigos los Lara. «España es uno de los países donde menos se deja en paz a los muertos y donde se les dan más paseos», decía Carandell, y bien sabía él que esta insana costumbre patria no era cosa del pasado.

Desde que el PSOE de Zapatero puso proa al espíritu de la transición y a la reconciliación nacional, estaba claro que acabaríamos presenciando el aquelarre en el Valle de los Caídos que se anuncia inminente. De nuevo el rencor se presenta como móvil de la macabra fechoría, pero sólo en apariencia. No se trata en esta ocasión de ajustar cuentas con el muerto, que poco mal puede hacer ya, sino de imponer como legítimo un solo punto de vista sobre lo que sucedió en España en el siglo XX, de escenificar una causa general contra la media España que ganó la guerra, de reabrir heridas, enfrentar y pescar en río revuelto, y sobre todo se trata de silenciar.

Por eso precisamente no cabe el silencio. Es el momento de decir alto y claro que el Gobierno de España, en pleno siglo XXI, va a cometer la vileza de profanar un templo católico para exhumar un cadáver en contra de la voluntad de su familia, que lo va a hacer estando en funciones, fingiendo una urgencia que no existe, con una más que evidente finalidad electoralista y amparado por la cobardía eclesial y por un Tribunal Supremo dependiente que se ha apresurado a entrar en campaña.

Es el momento de decirlo precisamente porque lo que se pretende es hacer callar, y de recordar los versos que provocaron que otros se cebaran con los huesos de Quevedo:

No callaré, por más que con el dedo

Ya tocando la boca, ya la frente

Silencio avises o amenaces miedo,

¿No ha de haber un espíritu valiente?

¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?

¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
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