07/06/2021
 Actualizado a 07/06/2021
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Tengo para mí que entre la luz poderosa y casi mística de tantas pantallas y ese cotidiano abrevar en las redes sociales se nos ha secado un poco el seso, o lleva camino de ello, aún peor que lo que le sucedió al bueno de Alonso Quijano, a fin de cuentas lector de novelas, que no es poca cosa si lo comparamos con estos averiados tiempos contemporáneos.

Es tal el poder de la propaganda y de las modas y doctrinas globales, cuyo impacto recibimos sin cesar a cada instante, que casi no podemos decidir qué es lo importante y qué no lo es, qué nos conviene y qué no, qué nos hace felices o infelices, pues en este mundo de vértigo así todo se decide de antemano por nosotros. Y, por supuesto, siempre por nuestro bien.

Creo que pasamos mucho tiempo discutiendo sobre asuntos en los que poco o nada tenemos que decir (suelen decidirse en las alturas), pero que se nos entregan mediáticamente como se nos podría entregar un puzle o un cubo de Rubik, para que nos vayamos entreteniendo. La cuestión reside en que nos creamos parte de todo el tinglado, parte de la solución y del debate. La realidad es que no es así: a menudo no somos otra cosa que espectadores.

Vean, por ejemplo, cómo se ha animado el cotarro político en cuanto ha aflojado un poco la pandemia. Ya están ahí, una vez más, las viejas luchas de poder, los enfrentamientos a cara de perro, las adhesiones inquebrantables. La polarización de la sociedad, que es una infección global relacionada con la simpleza y la demagogia, armas de engaño masivo, se abre camino en cuanto puede. Ese tono desabrido de redes y pantallas intenta mimetizarse con la sociedad real, que normalmente es mucho más amable.

Pero se ha impuesto la confrontación y el tono desbrido. Hay políticos que consideran que el buen tono, no digo ya la búsqueda de acuerdos o consensos, sólo es un síntoma de debilidad. De peligroso buenismo. Creen que la fortaleza consiste, sobre todo, en la discrepancia. No parecen comprender que el buen político es precisamente el que logra atraer a su lado también a los contrarios, el que sabe ceder cuando es necesario e inteligente hacerlo, el que comprende que flexibilidad no es siempre un síntoma de flojera, o de anemia ideológica, sino un ingrediente fundamental para la cooperación y el trabajo en común.

Pero no hay nada que hacer. Vivimos un momento de extrema radicalidad en el que los matices parecen sobrar, quizás porque exigen más reflexión. Nada de matices. La política parece secuestrada por esa doctrina de la tensión y lucha de contrarios, siempre desde la superficialidad y a veces desde la banalidad. Y todo eso es lo que, finalmente, lleva a que los problemas más graves se enquisten. Muchos ya han vuelto a los titulares, y producen la misma desazón que producían hace meses.

Pero es esa discusión bizantina, que se regodea en la confrontación, en el debate inane y sin alternativas claras, la que parece utilizarse como una especie de terapia contra el horror al vacío. Ya no soportamos el silencio, necesitamos un horizonte abigarrado de palabras y tuits, ese cielo enladrillado, y a falta de música celestial nos vale con el ruido poderoso de las televisiones, o con el formidable estruendo de las redes. Los grandes gurús y asesores han comprendido que es necesario lanzar frases, eslóganes y globos sonda sin parar: no tanto porque nuestra opinión cuente, sino para mantener esa ilusión de que todo el mecanismo divino, deus ex machina, está en funcionamiento para nuestro bien, y que ya Dios, o el que lleve el tinglado, proveerá.

El resultado es que hablamos más de lo inútil que de lo necesario. Mucho más de lo inalcanzable que de lo que tenemos a mano (si queda algo). Entramos, yo el primero, con alegría en todos esos temas mayores que al parecer mueven el mundo, sin percatarnos, oh inocentes guerreros de la palabra, que poco o nada se moverá en las alturas donde se manejan las herrumbrosas tramoyas: no es el guion lo nuestro, porque los guiones tienen dueño y muchas veces es desconocido. Somos espectadores, aunque tal vez con derecho al pataleo.

Por tanto, a menudo nos encontramos participando en debates cebados mediáticamente que poco o nada tienen que ver con nuestras vidas singulares, pero que, si son capaces de incendiar un plató, por qué no van a ser capaces de incendiar una reunión familiar. Creo que nos han arrebatado el poder de decidir sobre qué son de verdad asuntos de actualidad. No sólo se reparte doctrina, y mucha, a golpe de dogmatismo, sino que se reduce la realidad a esa superficial división entre lo correcto y lo incorrecto, lo bueno y lo malo, esperando, supongo, que demos un ‘like’ o un ‘dislike’, sin pretender ir mucho más allá.

Aunque aparentemente los foros de participación han aumentado, y las encuestas están de moda (hasta el hartazgo, creo, y sobre cualquier cosa), lo cierto es que se impone esa sensación de falta de complejidad, que es, o debería ser, una de las esencias de la democracia. El pensamiento crítico parece haber sido sustituido por reacciones airadas, elementales, o bien por aceptaciones casi a ciegas, en virtud de afinidades o etiquetas, o, por qué no, en razón de dónde sople el viento y las modas.

Mientras arrecian los debates inanes o inalcanzables, otros permanecen inéditos. Muchos de los que van despertando tras la parálisis de la pandemia tienen que ver con la actualidad política, con las propias tripas de la política, con el morbo que en ocasiones deprenden… Porque su éxito depende, una vez más, del atractivo del relato: y si algunos tienen aspecto de nudo gordiano, mucho más atractivos en este escenario de confrontación perpetua. Antes de que se puedan abordar temas fundamentales, como el futuro del planeta, o la España vaciada, o la pobreza energética, o la pobreza galopante… ya se han adueñado de la actualidad esos asuntos larvados, que describen círculos interminables y se alimentan a sí mismos. En fin.

Sólo el precio de luz, entre los asuntos domésticos, ha logrado tocar los titulares con éxito en medio del vendaval político que arrecia en cuanto puede. La verdad es que la factura eléctrica siempre ha tenido para el ciudadano medio ese raro encanto de lo indescifrable, al menos conceptualmente. Un mundo ajeno a nosotros, salvo a la hora de pagar.

Quizás a este precio ya no necesitemos a muchos iluminados. Pero seguiremos necesitando luz, más luz, como al parecer decía Goethe, aunque él solo se refería a que levantaran la persiana, mientras su vida se apagaba. Que la luz de la inteligencia, mejor que la ‘lux perpetua’ del oficio de difuntos, ilumine de una vez toda esta maldita oscuridad del presente.
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