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Luis Mateo y nosotros

16/11/2020
 Actualizado a 16/11/2020
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Aún a riesgo de meterme en veredas literarias de las que soy más admirador que especialista, como bien nos advertía este domingo el director de este periódico, también he vuelto la mirada hacia nuestro Luis Mateo Díez, flamante (como se dice en estos casos) Premio Nacional de las Letras 2020. No en persona, como me gustaría, pues hace ya varios años que no gozo de su conversación y sano humor, pero sí ‘in absentia’, con el recuerdo de tiempos ya muy lejanos, en los aledaños de la Plaza Mayor de Madrid, uno de sus lugares inevitables, y no lejos de aquella metáfora polvorienta de los expedientes, que no era metáfora, sino realidad pura, y que tanto ha trasladado el premiado a su literatura, ya desde los comienzos.

En esos naufragios del recuerdo estaba mientras llovía a dios, aunque luego me vino el reflejo de que tuve la suerte de entrevistarlo en la distancia, hará cosa de una década, y por ahí andará la grabación de aquello, con su voz exacta, matizada, con esa cosa suya de colocar los vocablos con sutileza y temple, sin sombra de solemnidad, pero con buenas hechuras radiofónicas, quizás cultivadas en la gozosa resurrección de los filandones, que con sus colegas literarios, Aparicio y Merino, mayormente, tantas veces ha vuelto a poner sobre la mesa para solaz de muchos, pues esta tierra no es otra cosa que un tejido de historias, sueños desmedidos, promesas truncadas y otras desventuras que la niebla envuelve con un sudario protector.

Tal ha sido la trayectoria literaria de Luís Mateo Díez, y lo que esté por venir, que uno no se atreve a glosarla con palabras muy generales, máxime cuando, habiendo leído bastante de lo suyo, ni siquiera llego al cincuenta por ciento que decía ayer David Rubio, y muchas veces ha sido cosa de ir a sus narraciones como quien va a un cesto de cerezas, que tiras de una y te llega un puñado, y así se alimenta uno, y encuentra el aroma y el perfume del escritor, el fluido nutricio, en el caso de Luis Mateo un largo río que nunca ha dejado de serpear, en meandros y rápidos, hasta alcanzar el presente.

Con estas prevenciones, ya digo, volví hacia él la mirada, al oír noticia del premio, por supuesto más que merecido. Tengo por aquí algunos volúmenes, pero ninguno como esta primera edición de ‘La fuente de la edad’, bastante sobada, con el diseño inconfundible de Satué, que Alfaguara publicó en 1986, el año en el que el menda recién acababa la carrera y comenzaba a descubrir estos mundos literarios con más osadía que sosiego, que así es la juventud. Pronto conocí a Luis Mateo y a los demás, en encuentros efímeros y periodísticos, como me ocurriría, sobre todo, con Antonio Pereira, cuya figura es como un segundo padre para mí, y seguramente para muchos.

Pero el impacto de la lectura de ‘La fuente de la edad’ lo recuerdo bien. Me pareció difícil, un subidón en el lenguaje, y creo que me atrapó esa veta de humor, diocesano o no, que Mateo tenía desde el principio como riqueza subterránea, esa ironía descreída que sólo puede otorgar el conocimiento profundo de la materia provincial, de la que todos venimos y en cuyas fuentes bebimos desde niños. Luego Luis Mateo, sin abandonar ese caudal y la herencia del burbujeo feraz de los veneros, fue construyendo sus territorios, esos surrealismos domésticos, las pequeñas locuras de lo diario, lo exagerado que anida en vidas aparentemente sencillas y silenciosas, y mundos maconianos como Celama, que constituyen ya su arquitectura superior, la arquitrabe del universo recuperado a través de las palabras, el dintel que da acceso a ese lugar de ensoñaciones, de brumas que tejen nuestras vidas, un lugar tan real como ficticio, pues una cosa no está tan lejos de la otra, donde se amasan las historias que nos construyen, donde fluyen los ríos de la oralidad, donde brota lo mejor y lo peor de nosotros, el rastro dejado por la herida, el terror del mañana, páramo en medio del corazón, relámpago de una cultura en extinción, memoria que se apaga.

Mucho antes de que todo ese reino creciera para lograr las más altas cotas de la nada, ese reino que es la historia de nuestras vísceras y el caudal de nuestra memoria, y que ahora regresa con ese clamor por el mundo rural destruido y olvidado, Luis Mateo Díez había comenzado a construir el retablo de un mundo atrabiliario, donde los sopores del vino y las cazuelas de ancas de rana construían la liturgia de los oficiantes de tanta oscuridad. Aquel mundo que venía del odio y del perfume de la muerte, del olor a rancio de la vida, del óxido del fracaso, se abría camino, sin embargo, se iluminaba con vanas ensoñaciones de media tarde, se alimentaba del cielo amarillo de los decorados provinciales. Esa vida atada a lo minúsculo y a lo inmediato, que se sabía pequeña y fatalmente abandonada a su suerte, intentaba crecer como la hiedra sobre el oleaje de los tejados.

Aunque todo sea distinto hoy, motivos no faltan para repetir aquella frase de ‘La fuente de la edad’: «estos raquíticos tiempos que corren». Cada día tiene su afán y cada siglo trae sus desdichas. Nunca hemos abandonado del todo las sombras, nunca nos hemos alejado lo suficiente del infinito naufragio. Pero me identifico con esa magnífica dignidad de los perdedores, que siempre brilla como una gran luz en el horizonte de la literatura de Luís Mateo Díez. Esa luz de la derrota y de la inocencia. La necesidad de salvarse recorre los tejidos interiores de ‘La fuente de la edad’, la necesidad de reinventar el mundo. Como en ‘El Quijote’, más vale vivir en la locura. Pues en ella las prohibiciones no son necesarias, la libertad te permite sonreír entre las rocas errantes, la alucinación trae ese relumbre de verdad, cuando el día empieza a abandonar la noche tras infinitas libaciones. Así fuimos un poco, muchos años después. El sol de la infancia nos libró, como a Camus, del resentimiento, pero pronto conocimos el frío de los inviernos y comenzamos nuestra travesía por océanos insondables, construimos nuestro propio viaje hacia las fuentes de una eternidad que nadie nos prometió jamás, pero en la que queríamos creer.

Ahora, con esta primera edición de ‘La fuente de la edad’ entre las manos, brindo por el largo viaje de Luis Mateo Díez, que es también el nuestro. Esta novela de camino, como otras suyas, esta maravillosa ‘esmorga’, nos acompañe, nos enseñe los salmos que brotan de las bocas juveniles, nos aparte de todo mal, y bebamos, sí, bebamos estas aguas virtuosas, aunque dejemos de ser quienes somos, bebamos las aguas de los sueños y la locura, «con la codicia de quien sorbe la propia vida para huir de la muerte».
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