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Los últimos de Tel Aviv

20/05/2019
 Actualizado a 17/09/2019
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Desde que el mundo es mundo o al menos desde que el mío lo es, siempre se ha convertido en un acontecimiento interplanetario sobre el que han orbitado todos los planes a realizar ese día. Venga como venga la agenda, a la jornada de marras hay que reservarle un hueco nocturno para disfrutar en familia o con los amigos de toda la liturgia eurovisiva en plenitud.

Aún rememoramos en blanco y negro los ecos festivos de esa aguerrida Massiel florida y mini faldera o los juguetones flecos bailarines de Salomé, que hace justamente 50 años quedaba la primera ex aequo con Reino Unido, Francia y Holanda. El día que toca el Festival se liman asperezas domésticas y se entierran hachas de guerra. Hay que estar con el representante compatriota. Así que entre los espectadores del contubernio sonoro-visual, debe reinar la concordia necesaria, pues solo en un ambiente distendido fluyen los comentarios jocosos sobre el atuendo irrisorio de la cantante de turno, los ‘gallos’ sonoros del representante ‘x’ o la extravagante puesta en escena del dueto que nadie conocía. Pocas tonadas se salvan de la quema, indudablemente. Lo bueno no abunda. Y la calidad musical, lejos de mejorar, parece que cada edición declina aún más a juzgar por lo que padecimos el pasado sábado.

Pero los fanes eurovisivos somos fieles hasta la muerte. Ahí estábamos este año 200 millones de sufridores espectadores dándolo todo ante las pantallas. Soportando estoicamente, por un millón de dólares que le costó a la organización , hasta los destemplados desafinados de la ‘Madonna’ de turno interpretando ‘Like a prayer’ mientras los que rezábamos éramos nosotros para que finalizara tamaño despropósito sonoro. Confiábamos en que nuestro Miki, con su arrolladora algarabía sandunguera y el desparpajo desplegado por la comparsa hispana, se llevara al jurado europeo de calle. Pero ya el asunto empezó mal cuando nuestros incondicionales vecinos lusos, que ya nos han salvado de muchas, no se avinieron a darnos ni un solo punto. Tampoco los galos se apiadaron de nuestra vergüenza. Estábamos a punto de convertirnos en el hazmereir del mundo del show bussines en la capital semita.

Pero hete aquí que el voto cautivo del pueblo, siempre sabio y justo, nos elevó in extremis aupándonos ligeramente en esa tabla de desesperación, en la que permanecíamos los últimos, expuestos a la vergüenza y al escarnio públicos. Ni una sola vez nos dejaron ver al intérprete español en toda la noche para seguir su sufrimiento y empatizar en la desgracia. Con la venda en los ojos padecíamos esperando el milagro que no llegaba. Y España volvió a decepcionarse esperando los oropeles de un triunfo que no pudo ser.

Holanda se llevó el triunfo con su Arcade. Y el Reino Unido, pobres, los últimos. Si es que desde lo de Brexit ya no es lo mismo.
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