Los tinglados de Toño Morala

Prólogo del libro ‘Aquella vida... Los lunes de Toño Morala en La Nueva Crónica’ que sale a la venta este domingo al precio de 9,95 euros

Fulgencio Fernández
23/07/2020
 Actualizado a 23/07/2020
Toño Morala, en primer término, con Fernández durante un filandón.
Toño Morala, en primer término, con Fernández durante un filandón.
Vaya por delante, lo quiero decir en las primeras líneas de este prólogo para que no se me olvide y para que quede muy claro: Esta profesión de contar historias me ha dado muchas satisfacciones, sin duda, de todo tipo. Muchas. Pero a las tres de la mañana de una noche de luna enorme, con las calles vacías y muchas farolas fundidas, me veo ante el mayor orgullo de 35 años de oficio, hacer el prólogo de un libro de Toño Morala, de ese tipo al que admiras como a nadie más –salvo a La Ferreras–  porque no se puede andar por la vida con más dignidad; porque no he podido  encontrar a nadie con más orgullo de eterno obrero de mil oficios, también el de la literatura que es el que hoy nos congrega. Y tampoco he visto a nadie trasegar la vida con más bonhomía que a Morala, salvo La Ferreras, claro.

No estaré a la altura, pero esta oportunidad de unir mi nombre al suyo no la dejo pasar de largo ni aunque me pille el amanecer dándole vueltas a qué contar, ni aunque pase el lechero y me insulte por estar levantado sin tener que ordeñar o el chófer del coche de línea me vuelva a decir aquello de «¡cuánto mejor estarías en la cama!».

No, hoy no.  

Si viviera mi madre y única profesora  de mi infancia me volvería a decir aquel consejo de humilde maestra de escuela rural: «Se breve, que lo bueno…». Pero ni ella ni Gracián me podrán convencer, querría contaros tantas cosas de Toño Morala, pero no es menos cierto que sólo se me ha pedido  el prólogo, que ya es mucho ser el encargado de abriros la puerta a ‘Aquella vida’.

Cada miércoles, desde hace unos cuantos años, me llega puntual un correo electrónico con remite de Toño Morala y un escueto texto que anuncia un nuevo artículo: «Amigo Ful, amigos de La Crónica, ahí os va otro tinglado. Abrazos y ánimo». Muchas veces veía a Rober El Peli ‘ponerse de los cuetes’ pues se acercaba la hora de cierre y mi artículo del día no avanzaba… pero no me resistía a leer el tinglado de Morala, que después con más tiempo acabaría en las maquetas de esa citan semanal, los lunes de Toño Morala. Os cuento una cosa sobre ellos. Existe en prensa una creencia de que el domingo es buen día para escribir, es fiesta, se supone que la gente tiene más tiempo para leer, con más calma… A la vista de la calidad y buena acogida de los tinglados le propusimos publicarlos el domingo y nos dio la respuesta que yo ya sabía: «Están muy bien el lunes».

Os cuento otra cosa.  A la vista de la calidad y buena acogida de los tinglados de Morala medios más poderosos se fijaron en él y en ellos; y le hicieron la pregunta del millón en estos casos, en esta profesión y en este mundo.

- ¿Cuánto quieres ganar?
- No me podéis pagar lo que me dan ellos.
- ¿Mucho?
- Amistad.

También sabía esa respuesta.  

La sabía porque los tinglados de Toño Morala son la autobiografía de un hombre de bien, de pies a cabeza, envuelta en otras historias de colegas y en poesía, que es el género en el que siempre escribe, porque piensa en poeta. Entresacando párrafos puedes ir conociendo a este paisano, saber de dónde viene:

- La de cosas que me ha contado mi abuelo Faustino cuando se fue a Cuba, pero era tan pequeño, que apenas recuerdo nada, o poco; solo aquel comentario de cuando la familia le envió dinero para volver. No todos los emigrantes hicieron fortuna en aquellas tierras.

Pero también puedes saber qué mamó aquel niño que conoció la gota de leche, que los sábados le tocaba baño en un balde de zinc… Y puedes entender las furtivas lágrimas que aparecían camino del bigote de este paisano que siempre repite «si yo escribiera lo que trabajó mi madre». Y un día se le escapó, o tal vez no, en medio de un tinglado el recuerdo infantil de ver a su madre llorando y pedirle que dejara de hacerlo. Escucha su respuesta y entenderás mejor a Toño Morala: «¡No lloro hijos…solo que la tristeza inunda las casas buenas...las nuestras...las que nada debemos a la vida...y somos sus esclavos!».

Y así, tinglado a tinglado, nos va dejando las historias de la sobrevivencia, esa palabra que tanto le gusta y con razón.

- Si viviera mi padre, les contaría miles de historias sobre aquella primera Isocarro que compró de segunda mano a finales de los años cincuenta (o vaya usted a saber por cuántas pasó) y hecha unos zorros, pero aquella compra vino posterior al carro y aquellos viejos caballos que mi abuelo Faustino había llevado durante más de treinta años por el occidente de Asturias. De Vegadeo a Luarca y vuelta a empezar; así era la vida para la sobrevivencia de un montón de hijos, cuadra de dos vacas, un cerdo criado a mimos… huerta y patatal, y berzas a degüello para el caldo… y poco más.

La segunda palabra que más le  gusta es dignidad y parece que la han fabricado de su talla, ¡qué bien le queda! a este rapaz que jamás tuvo una caja de música pero La Ferreras tuvo dos y así fue como, sin trucos de la mentirosa estadística, tuvieron una cada uno o dos para los dos, pues nada es de nadie en esta casa que el calor es de todos como la gloria que les calentaba en su infancia: «La tarde se echaba encima en aquellos inviernos tan terribles de frío; la abuela ya andaba detrás del abuelo desde hacía rato…- ‘¡Anda, prende la glorieta, que los más pequeños ya van teniendo frío!’ El abuelo sonreía, abría la puerta de la cocina y, justo allí, en el pasillo, levantaba la trapa de madera y se ponía a arrojar la gloria… de un cesto grande a los ojos de un niño, el abuelo sacaba restos de manojos de las viñas, una poca de paja trillada, y con una de aquellas cerillas hacía una lumbre pequeña…».

Esta vida mamó Toño Morala. Jamás se apartó un milímetro de quienes le acompañaron en el camino de la sobrevivencia y la dignidad, de la fidelidad a la sangre y a las ideas, a los compañeros. Por eso, cada vez que escucho decir la palabra «comunista» con desprecio pienso en Morala y, como a su madre, me parece escucharle decir: «No lloro, sólo que la tristeza…».  

Y no entresaco más trozos de dignidad, que vosotros mismos los iréis encontrando en esta autobiografía que también es una novela, la epopeya de un siglo con personajes variopintos que también abrirán el desván de vuestros recuerdos y os arrancarán la sonrisa de la nostalgia. Por sus páginas desfilan el británico John Sibthrope, que no hubiera venido a cuento si no hubiera patentado la cocina de carbón que llamamos bilbaína; Marcelino Rubio, que hizo de nuestra leche la mejor manteca; Panines con su Isocarro y los lamentos diarios de subir el Portillín camino del mercado; Guillermo Sautier Casaseca y Simplemente María; Corín Tellado y Marcial Lafuente Estefanía; los madreñeros del Valle Gordo o aquellas nodrizas a las que alquilaban para que dieran de mamar a los niños de los señoritos; las carboneras, de las que escribe Morala con tanto amor como de todos los olvidados del tajo y la lavandera en el río; de Tomasa Madera, madre de 18 hijos y matriarca de una saga de tratantes de ganado; de las bobinas de hilo negro de La Cometa; los últimos minuteros; los tangos de Pajares o Escanciano y hasta el mismísimo ingeniero Eiffel que hizo una torre en París, pero antes  un túnel en La Perruca… Todo un mundo.

El mundo de un paisano y de un poeta, que nos lo deja muy claro desde las primeras líneas de este ‘Aquella vida’: «Al abuelo le gustaba levantarse por la mañana y sacar del horno las zapatillas calientes. La noche, siempre fría en invierno, no dejaba nada al azar; al revés... siempre había que pensar cómo engañarla en todos los sentidos. Los rituales nunca se cambian. La madre encendía la cocina después de limpiarla. El hervidor con la leche estaba al lado del tanque de agua caliente...la ventana de la cocina se cerraba después de que empezaba a rugir el papel y la madera; al echar el carbón, la cosa se serenaba y pequeñas explosiones acompañaban al desayuno…y así pasaban los duros días de invierno. Todas las noches, la madre o la abuela, metían unos ladrillos al horno, y a la hora de acostarse, los sacaban y envolvían en papel de periódico… y a los pies de las camas por dentro… calentaban la misma sin rechistar».

 Y mil cosas más que iréis descubriendo en cada capítulo de estos tinglados de  Toño Morala, un libro para leer tranquilamente pues, como él mismo avisa, «las prisas, las jodidas prisas, siempre tienen la culpa de no fijarnos en cosinas que están ahí».

Un abrazo compañero, gracias por dejarme abrir la puerta de tus casas y tus cosas.
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