20/11/2020
 Actualizado a 20/11/2020
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Hace unos días se recogía en este periódico la noticia de la asunción por parte de Endesa de varios proyectos para ser ubicados en la central de Compostilla, en los espacios que se generen tras su desmantelamiento, una buena pero triste noticia, buena por lo que supone tratar de paliar la parte mala: la desaparición, ya material, de la central térmica.

Si hace cincuenta años alguien hubiera dicho que el carbón desaparecería del panorama energético en cinco décadas, como poco le tildarían de pirado. Bueno, si es que se hubiera atrevido a decirlo.

Pero el caso es que así ha sido.

Increíble pero cierto. Millones de años para formarse, siglos para gastarlo (sólo en una pequeña parte), y un par de décadas para ponerle la cruz y eliminarlo de nuestro panorama. Al menos por estos lares.

Dio calor a nuestras casas, era, y aún es, imprescindible para la siderurgia, movió montones de máquinas de vapor en fábricas de todo el mundo haciéndose imprescindible en lo que fue la revolución industrial, nos transportó por mar y tierra (por aire la cosa era algo bastante más complicada), incluso sirvió como oscuro objeto de deseo, especialmente femenino, cuando se convertía en diamante.

Los alemanes hicieron virguerías durante la segunda guerra mundial (la necesidad da alas a la imaginación), generando el desarrollo de toda una enorme cantidad de productos a base de los carbones de la cuenca del Rhur. Eso sí, emponzoñando el suelo y el subsuelo con los restos, cosa que en aquellos momentos no parecía importar demasiado.

Sobre él giró el progreso del mundo durante decenios y aún hoy sigue siendo imprescindible en muchos países.

Y qué vamos a decir de esta provincia, muy rica en carbón.

El Bierzo, Laciana, Sabero, La Robla. Todas vivieron de una u otra forma la bonanza del carbón, muy mayormente como productoras, pero no solamente eso, también con industrias y, sobre todo, centrales térmicas.

Y con ello, los núcleos urbanos crecieron, a veces de forma un tanto desordenada, pero crecieron.

Recuerdo mi primera visita profesional a Ponferrada como consecuencia de un informe judicial sobre un exceso de altura en un edificio. Por entonces se llamaba simplemente así. Hoy se llama «infracción urbanística». Los tiempos cambian. También en esto.

Era invierno y pasar el Manzanal en aquél momento y por aquella carretera ya fue, para mí al menos, todo un hito.

No había ido mucho por allí, y cuando lo hice, con menos años, fue por otros menesteres bastante más lúdicos, así que no me había fijado demasiado en la ciudad.
Pero sí recuerdo unas cuantas cosas.

Por ejemplo que si el edificio en cuestión estaba pasado de altura en dos plantas, no era ni mucho menos el único. Es más, no era ni el más escandalosamente infractor. No recuerdo el resultado concreto de la demanda, pero lo que sí que sé es que allí sigue con sus dos plantas más. Y los demás, también.

Recuerdo las «montañas de carbón» que entonces florecían por los alrededores y una sensación gris en el ambiente. Supongo que el invierno y el día, que estaba más bien cubierto, no ayudaban precisamente.

Ah! Y el vino. Acostumbrado al ligero clarete de Prieto Picudo, el tinto de Mencía era bastante duro, y más en aquellas épocas.

Hoy, aun cuando por desgracia la minería no existe y las centrales térmicas están cerradas, el aspecto general ha cambiado, no me parece nada gris, y el vino, sobre todo el vino, vaya si lo ha hecho.

Voy a contar una maldad del vino del Bierzo (y que no les parezca mal a los bercianos, pero es cierta).

Vital Aza, un escritor de finales del XIX y principios del XX nacido y vivido en Pola de Lena estuvo una temporada por estas tierras. Por aquellos entonces viajar de Pola de Lena a Ponferrada no era moco de pavo, así que había que contar las andanzas y, cómo no, qué tal eran los vinos, de los que se suponía se había servido en buena medida. Vital Aza les respondió en verso, que para eso era dramaturgo, además de médico y delineante: «¡Ah! El Bierzo, lugar divino, donde al agua con azufre le llaman vino». Y es que por aquellos entonces debía ser de aúpa. Caía en una mesa de madera y dejaba marca.

Por suerte para todos los vinos de hoy son otra cosa. No hay más que ver cómo han florecido bodegas de renombre. Al menos en eso sin duda se ha mejorado.

Y otras muchas cosas, pero no vale llorar sobre la leche derramada. Pasadas glorias no sirven para el futuro, los tiempos han cambiado y hasta la Opep tiembla.
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