30/08/2016
 Actualizado a 07/09/2019
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Hace algún tiempo, con ocasión de la muerte de una persona relativamente joven, una mujer, católica practicante, decía, enfadada, que Dios es muy injusto. En realidad semejante afirmación es una blasfemia, si bien la buena mujer no era consciente de ello.

Seguro que más de uno se habrá acordado de Dios al tener noticia del reciente terremoto acaecido en Italia. Si este hubiera tenido lugar en tiempos del Antiguo Testamento lo más probable es que se interpretara como un castigo divino. Aquellas gentes pensaban que desde lo alto del cielo Dios mandaba la lluvia, los rayos, el frío... de manera caprichosa y arbitraria. Hoy sabemos que todos esos fenómenos meteorológicos, al igual que los terremotos, no suceden por una decisión divina, sino en virtud de unas leyes físicas. Algo tan simple como un asentamiento de la corteza terrestre, que puede traer consecuencias dramáticas.

En cierta ocasión, no sabemos si debido a un terremoto o a otra causa, se desplomó una torre en Siloé, aplastando a dieciocho personas. Comentándolo Jesús con sus oyentes les dijo: "¿Creéis que aquellos eran más pecadores que vosotros? Os digo que no. Y, si no os convertís, vosotros igualmente pereceréis". Ciertamente ni las víctimas ni los familiares son peores que nosotros. Lo que sí está claro es que el ser humano provoca directa y voluntariamente muchísimo más sufrimiento que todas las catástrofes naturales, con las guerras, el terrorismo, las injusticias, el egoísmo… y que la humanidad, en virtud del pecado, palabra tabú, pero realidad demoledora, camina hacia su propia destrucción. En el Evangelio se nos presenta a Jesús hablando de la futura ‘Gran tribulación’, de la cual estas desgracias tan angustiosas serían un pequeño anticipo, para que nos hagamos a la idea.

Ese campanario que ha permanecido en pie mientras que otros edificios de reciente construcción han desaparecido pone en evidencia la gran chapuza de unos constructores que han preferido la ganancia fácil a la seguridad. En Japón tal vez no habría habido muertos. No es menos cierto que estas catástrofes son una invitación a la solidaridad, pero que al mismo tiempo ponen en evidencia que nos olvidamos muy pronto de los que sufren sus consecuencias, sobre todo si viven lejos. A veces lo más cómo es echar la culpa a Dios, pero no podemos olvidar que Dios respeta la autonomía de las leyes físicas y la libertad de las personas. Y, por supuesto, no nos creó para vivir eternamente en este mundo. Por eso el mayor sufrimiento no es para los que se van, sino para los que quedan.
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