Los secretos de Marie

Marie desvela al profesor Lecomte secretos familiares que ayudarán a comprender mejor todo cuanto ha sucedido hasta el momento

Rubén G. Robles
31/08/2020
 Actualizado a 31/08/2020
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El ruido de los pájaros se había amortiguado, el calor era intenso, muy molesto, pesado y dulzón. Las nubes habían engordado y amenazaban con descargar de manera copiosa sobre los árboles y los tejados de pagoda. Se comenzó a escuchar el ruido de los truenos, un rugido de masas nubosas chocando y rompiéndose por dentro. Comenzaría a llover en unos instantes. Trataron de seguir el camino que les había llevado hasta aquel claro. El ruido de las aves se llenó de cierto nerviosismo.

Los puestos se fueron cerrando, los insectos seguían ruidosos y agitados llenando de un ruido incesante la atmósfera eléctrica del parque bajo la amenaza de la tormenta. Llegaron a la salida después de recorrer aquel laberinto. Cogieron un taxi, Jean Louis dio el nombre del hotel y el conductor se incorporó al tráfico. Marie se acomodó y cruzó las piernas mientras miraba despreocupada la agitación de los habitantes de la ciudad, sus carreras cortas por huir de la lluvia que parecía querer comenzar. Comenzaron a formarse charcos y la autopista parecía haberse convertido en el único lugar al que acudir durante el tiempo que durase la tormenta del monzón. El tráfico se había ralentizado. Camiones no excesivamente grandes, taxis, alguna motocicleta, rodeaban a paso lento, avanzando con numerosas interrupciones, el vehículo en el que regresaban al hotel Marriott. Una moto se acercó al taxi en el que iban. El motorista miró dentro del vehículo, soltó una mano y apuntó con dos dedos, como si disparara a los que iban en su interior. Quizás fuera una amenaza, o solo pura casualidad, el motorista salió de entre los coches abriendo gas y se perdió a toda velocidad sin más entre el resto de vehículos luchando por huir de la tormenta y llegar al interior de otro país, un país en el que habría, después de la lluvia, otro mundo, otra ciudad.
–¿Has visto? –preguntó Jean Louis.
–Sí –dijo Marie sin darle mayor importancia.

La tormenta dejó de rugir y las nubes se fueron convirtiendo en una masa oscura y gigantesca con claros a lo lejos. Parecía que el mar estaba cayendo sin remedio desde el cielo. Pero ahora solo se oía la lluvia chocando sobre los cristales del automóvil, los limpia actuando. Marie permanecía callada, refugiada y encogida en su asiento, intentando ver algo a través de la cortina de agua de la lluvia monzónica.

Pareció perder la mirada en el tráfico portuario. Jean Louis intentó seguir con la vista lo que fuera que Marie estuviese intentando ver. No dijo nada. El taxista miró al hombre por ver cómo reaccionaba. Se habían convertido en un grupo de seres humanos con historias que contarse, pero que callaban. Jean Louis volvió a sumergirse en su asiento mientras la lluvia parecía ir poco a poco deteniéndose. La figura del hotel con su diseño moderno aparecía al final de la autopista. El camino parecía más y más despejado, los camiones iban entrando al puerto, las motocicletas habían quedado atrás y Marie miró a Jean Louis, que sorprendido, vio que había comenzado a llorar.

Salieron del taxi, entraron al hotel, subieron a la habitación y se ducharon tranquilamente, como si quisieran quitarse de la piel la electricidad. Se escuchaba el mar golpeando la isla. Y la frondosidad de la costa a través de las ventanas parecía recordar lo que había sido Hong Kong en otra época anterior. Con sus recortadas aristas, entrantes y salientes y sus numerosos escondites y vueltas, parecía un pequeño continente por la variedad, riqueza y número de accidentes geográficos. Los cristales de la terraza aún tenían restos de la batalla con la lluvia y las plantas se agitaban con suavidad. El cielo tenía un aura luminosa y renovada y el aire parecía limpio y claro circulando con blanda tranquilidad.

Marie dejó a la vista la exuberancia de su figura olorosa y continuó aplicándose crema con delectación. Señaló con la cabeza la espalda y se inclinó sobre la cama ofreciendo a su acompañante la oportunidad maravillosa de aplicarle la loción. Jean Louis se humedeció las palmas y calentó las manos frotándose en círculos para conseguir calor. Marie dejó escapar unos sonidos placenteros de su boca.
–Mi abuelo estuvo en un campo de trabajo judío desde el estallido de la IIª Guerra Mundial.
–Eso es algo que uno mismo no puede prevenir, ni evitar.
–En ocasiones compartía conmigo y mis primos la horrible historia de su cautiverio.

Jean Louis siguió acariciando la espalda de ella, destilaba una fragancia exótica y floral.
–Sobrevivió a aquella horrible experiencia enfatizando aquellos recursos que la inteligencia puso a su disposición para hacer que su vida tuviera la apariencia de  cotidiana en medio de la barbarie.  Aquel grupo de hombres en el campo de exterminio intentaban mantener una apariencia de normalidad en algo que no lo era. Se encontraban privados del amparo de las leyes. Eran, nos decía, criaturas solitarias y silenciosas, masas anónimas en un campo raso y hostil en el que se encontraban aislados y a solas con el miedo. Era un espectáculo monstruoso, un inmenso hormiguero de personas sin apenas carne, sosteniendo solo los huesos, cubierto el esqueleto tan solo de piel, de heridas y de golpes, con un corazón siempre triste y un estómago siempre hambriento.

Jean Louis nunca hubiera imaginado que la familia de aquella mujer soportara una historia de esas características.
–Hasta el final de su vida le persiguieron recuerdos angustiosos cuya descripción y relato, aunque resulte una paradoja, le sirvieron de alivio.
–Compartir lo terrible lo disminuye –dijo el profesor sin detener el movimiento de las manos.
–Como seres humanos se encontraban humillados, agotados físicamente por el hambre y por el miedo, e invadidos de una profunda tristeza, débiles, inútiles, profundamente destrozados. Sus captores y guardianes les miraban con cruel indiferencia y carecían de todo tipo de emociones humanas hacia ellos. Se encontraban debilitados por los golpes y pisoteados constantemente como si fueran restos humanos. Lo más horrible era pensar que mientras les estaban matando, el mundo guardaba silencio. Su existencia era puramente simbólica, no había nadie que dijera algo. Eso era, quizás, lo más doloroso de aguantar.

Marie había comenzado a llorar. Jean Louis detuvo el movimiento de las manos. Estuvieron así unos minutos, en silencio, después ella pareció calmarse y regresar.
–El campo tenía unas dimensiones que no se abarcaban con la mirada y estaba reservado a la muerte con todos sus servicios. La entrada al campo era el umbral de una tumba, decía él, la tumba de un pueblo. En los días de invierno y primavera la lluvia transformaba la tierra en barro espeso. Te lo estoy contando tal y como él nos lo contaba a nosotros.
Marie se había detenido tratando de encontrar las fuerzas y las palabras necesarias para describir el horror.
–Y cuando el sol secaba la tierra se hacía fría y dura. La hierba donde se acostaban olía a putrefacción. Allí se entraba por la puerta y se salía por la chimenea de los hornos de cremación.

El sonido de su voz se amortiguaba con el aire de fuera.
–La muerte era algo habitual y cotidiano. Según sus palabras, podría haber sido aquel lugar, el mismísimo corazón del infierno.
Jean Louis tuvo que realizar un gran esfuerzo para seguir recorriendo con sus manos llenas de crema la espalda de aquel hermoso cuerpo atravesado de las lágrimas y del dolor.
–Cuando llegó al campo,  al principio, pensó que se trataba de una fábrica o incluso de una panadería. ¿Quién podría haber imaginado lo terrible que un corazón encierra? El humo blanco ascendía rápidamente y vio incluso que algunos de los prisioneros agitaban la mano en dirección del humo en señal de despedida de aquella estela que se desintegraba en el aire. Apestaba a carne quemada, un olor que impregnaba de grasa negra los uniformes a rayas que llevaban. Poco a poco fue conociendo, a través de los signos, la verdad llena de horror que aquella fábrica encerraba.
–¿Llegó a ver el horno?
–Sí y cuando lo vio por primera vez sintió que el aire ardía al rojo vivo. El fuego con sus lenguas abría sus brazos rugiendo como olas tempestuosas queriendo atrapar a los que se acercaban. Las llamas del horno, paradójicamente, pretendían arrojar luz a un mundo de tinieblas. Y cuando se abría, el infierno se abría ampliamente para recibir a sus víctimas. Describía como nadie aquellas escenas terribles, conseguía elevar a la categoría literaria la peor de las pesadillas y eso le permitía vivir, a pesar de haberlo hecho bajo la desgracia y su enorme peso.
–¿Vio… arder los cuerpos?
Marie asintió.
–¡Oh Dios! –exclamó Jean Louis.
–Una de las experiencias más terribles, de las que más le perseguían y de la que nunca pudo deshacerse del todo era haber visto cómo los cuerpos en su interior crepitaban hasta estallar entre ampollas. Los brazos y las piernas se contorsionaban y los miembros en movimiento se unían a una danza hipnótica hecha de fuego que les hacía explotar desde el interior.

El profesor francés permaneció en silencio sin mover las manos sobre el cuerpo de Marie.
–Con aquella visión, el mundo conocido se descompuso, su mundo comenzó a resquebrajarse desde dentro. Pero a pesar de rozar la muerte de aquel modo, mi abuelo resistió, pues resistencia era su palabra secreta, la que él llevaba en su interior, como en una vasija de vidrio. Allí dentro las reglas del mundo se habían modificado. Cada día, sobrevivir le volvía loco de alegría, pero en realidad se encontraba muerto de miedo.
–Creo entender su situación.
–Antes de la guerra, era corpulento y su aspecto físico y actitud irradiaban dignidad. Además era  un hombre elegante, inteligente y reservado, un hombre estricto al que recuerdo con respeto y amor. Formaba parte del paisaje cultural de la ciudad  de Frankfurt según quienes le conocieron allí, antes de la contienda y poseía un elevado sentido del honor. Pero a pesar de su elevada formación y cultura tuvo que vivir siempre, mientras fue un hombre querido y respetado en su ciudad, bajo el signo de pertenencia a los judíos de la Europa Oriental, a los ashkenazíes, que eran considerados, incluso por los otros judíos, como inferiores, por ser judíos conversos que no venían de Sefarad.
–Desconocía las diferencias entre ashkenazíes y sefardíes. Pero antes del conflicto imagino existiría cierta convivencia, cierta solidaridad.
–En cierto modo, sí, pero después se impuso el nazismo y la desigualdad creció. Y como sabes el inmundo orden nazi carecía de fisuras. El campo era, según sus propias palabras, una antesala al mismísimo infierno. Decía que se escuchaba arrastrar los pasos, los sollozos de las madres separadas de sus hijos. Se despertaba al alba con gritos y golpes y se acostaba en brazos de la sinrazón. La desgracia se imponía allí sin remedio.
–Pero… él sobrevivió a todo.
–Así es. Entre aquellos poco alegres sonidos soñaba con pan crujiente con mantequilla y una taza de chocolate caliente y espeso. Y lo hacía mientras contemplaba entre recuerdos los paisajes, los retratos, las vanguardistas visiones de la mundanal, alegre y nocturna vida parisina, las visiones deformadas de la vida cotidiana, las naturalezas silenciosas de la vanguardia de entreguerras, las bailarinas descansando en la tarima, hechas en pastel, después del esfuerzo de la danza de Degas, pues tenía en su cabeza el recuerdo de los cuadros de las vanguardias pictóricas que había contemplado en su juventud.

Jean Louis, conmovido, se mantuvo en silencio.
–Cuando escuché por primera vez el relato de mi abuelo pensé que vivir, sobrevivir a aquella terrible prueba, había sido una desgracia. Pero la madurez tiene ciertas ventajas y ahora pienso que conocerle ha sido una de las mejores cosas que me han sucedido. Solo por conocernos, pienso en algunas ocasiones, vivir ya ha merecido la pena y aunque su experiencia ha sido una de las cosas más dolorosas que he escuchado, hacerlo me ha hecho ver el mundo con la lente íntima de la cordialidad.
Jean Louis seguía acariciándola, de vez en cuando humedecía sus dedos en la crema y frotaba las manos sobre la suavidad tibia y humectada de la espalda de Marie.
–Su nombre era Ludwig Reichenberger.
El profesor alzó la cabeza.
–He oído ese nombre antes -dijo.

Jean Louis detuvo el movimiento de sus manos  como tratando de hacer memoria.
–Sí, es el apellido de un industrial judío enterrado en la tumba de Enrique Gil y Carrasco en la iglesia católica de Santa Eduvigis, en Berlín –le dijo Marie-, el padre de mi abuelo. Mi bisabuelo estuvo enterrado allí.  Él puso en marcha la maquinaria financiera y humana cuyo objetivo era recuperar el territorio de Israel y sacrificó a su propio hijo como hizo Abraham con Isaac. Mi abuelo fue quien escribió y registró cada una de las entradas de financiación de la Thule, él escribió el cuaderno de finanzas de la Thule Gesellschaft.
–¿El que encontré en la Biblioteca de Saint Jacques?
Mari asintió.
–Pero no fue el único responsable. Un solo hombre no es capaz de poner en marcha toda la maquinaria necesaria, no fue un único hombre sino una sociedad plural, sin predominio de una raza o tipo humano, sin un oficio o cultura determinados. Fue una sociedad, con todos sus miembros, individuos de todo tipo de extracción social, quienes se empujaron unos a otros. No fue un único individuo, sino una cadena de hechos y personas quienes dejaron al aire la palabra y su naturaleza destructiva, quienes rompieron la ampolla de cristal. Ahora tú, has de devolver la palabra a la ampolla de cristal y desvelar su raíz secreta, su poder curativo, despertar su naturaleza terapéutica.
–Pero ¿y si me negara?, ¿y si no quisiera tener nada que ver con la elaboración de un relato como el de la ampolla de cristal de Gil y Carrasco que advierte y provoca el cambio en las mentes de los individuos?
–¿Crees que se detendría la maquinaria? Si te negaras retrasarías unos meses sus planes de desaparecer para siempre de esta historia. Porque cuando tú le sustituyas él desaparecerá.  

Se había girado por completo y le miraba directamente a la cara.
–Piénsatelo, regresa a París conmigo.

El profesor se mantuvo en silencio.
–Después decidirás.
–No sé –dijo él.
–Lo único que te hemos pedido es que escribas un libro en el que se advierta de la fragilidad del mundo y a la vez que provoque un cambio en la sociedad, a través de la palabra y su naturaleza como territorio de encuentro, su poder terapéutico y de curación y no como herramienta de rechazo y maldad.
–Lo pensaré.
–Sé que harás lo mejor para los dos.

Él se acercó a besarla y ella, con los ojos cerrados, la cabeza hacia atrás, dejó que le besara.


En la entrega de mañana Lavigne deberá seguir a Jean Louis a la ciudad de León, lugar en el que el profesor francés se encontrará con Christ Halff
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