01/05/2021
 Actualizado a 01/05/2021
Guardar
Decía José Saramago que «la vida se ríe de las previsiones y pone palabras donde imaginábamos silencios y súbitos regresos cuando pensábamos que no volveríamos a encontrarnos». Tras este tsunami que ha supuesto el año pandémico, la revolución va por fuera y por dentro. Nuestro sistema se ha desordenado. Y eso que aún asoma sólo la punta del iceberg, probablemente el cataclismo económico arrastre durante años las secuelas de una crisis que ya existía y que se extendió como un reguero arrasando un modo de vida muy asentado.

Mientras el ministerio encargado de la España vacía y la despoblación sigue pensando cómo hacer las cosas, la vida avanza y nosotros con ella. La palabra ‘repoblación’ no había tenido tanto sentido y peso desde la Edad Media, cuando designó ese empeño por llenar comarcas tras la invasión musulmana. Entonces fueron los cristianos del norte quienes empezaron a poner nombres épicos a pequeños pueblos de Castilla y a partir de ahí crecimos hasta que el siglo XX marcó el éxodo definitivo del mundo rural al urbanita. ¿Regreso o involución?

Sin saber muy bien adónde vamos, muchos han decidido regresar. Buscar refugio en la España vacía, en la infancia. Pueblos que nos recuerdan besos robados, paseos en bicis Bh con el sillín estropeado, los primeros cigarrillos, los baños helados en el río, los brillantes saltos de esas truchas que parecían pértigas, noches de verbena y farolillo.

La vida vuelve a ser más fácil. El alquiler es asumible y tomar unas cañas en el bar de Antonio no nos impide llegar a fin de mes. Se respira aire puro y las verduras son frescas. Nada de eufemismos, aquí la lechuga suda, sabe a tierra. Gracias a internet podemos mantener ese negocio que en Madrid o Barcelona no compensaba, o podemos emprender otro muy distinto gracias a los variados dones de la naturaleza. Pero este paraíso, quién sabe si será largo o efímero. Raíces lejanas siembran interrogantes en el viento.
Lo más leído