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Los pactos frustrados y la Cofradía del Santo Reproche

11/04/2016
 Actualizado a 17/09/2019
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Creo que los ciudadanos deberíamos estar muy enfadados con la situación en la que queda este país tras los pactos fallidos, o tras los pactos no intentados (que de todo hay). Desgraciadamente, hace tiempo que, ya por desidia, ya por aburrimiento, o porque uno tiene la sensación de que nada puede cambiar realmente, nos hemos desenchufado de la acción política, aunque no tanto de la política como espectáculo. Esta va viento en popa. La política para la galería es hoy uno de los grandes entretenimientos de este país, a través de la televisión, naturalmente. He llegado a pensar que existe una política televisada propiamente dicha, quizás la que de verdad nos gobierna. Y, si no nos gobierna, al menos nos divierte y nos mantiene ocupados. La masa necesita estas cosas, habrán pensado los que cortan el bacalao, y ya nosotros nos dedicaremos a tomar las decisiones sin necesidad de anunciarlas mucho. Sobre todo, si conviene que pasen un poco desapercibidas.

Supongo que nunca llegaremos a conocer realmente la intrahistoria de los pactos, lo mismo que no llegamos a conocer tantas y tantas cosas. La ilusión de la información absoluta es justo eso, una ilusión. Vaya por delante que el intento de formar gobierno, por parte de los que lo han intentado, claro está, no me parece censurable. Al contrario, me parece lo obvio y lo justo. Me parece lo más responsable. Criticable es no haberlo intentado, pudiendo hacerlo, pero miren ustedes por donde tal vez esa postura se revele, a la postre, como la más productiva. Alguien supo ver desde lejos que el acuerdo entre la izquierda, o de la izquierda con Ciudadanos, era imposible de toda imposibilidad, mientras algunos ilusos, entre los que me encuentro, creímos que repetir las elecciones era lo que de verdad parecía imposible, por ilógico y por poco razonable. Aún nos lo parece, pero está claro que metimos la pata con nuestras predicciones. Ahora ha llegado el momento de tirarse los trastos a la cabeza, supongo que para regocijo de la derecha de toda la vida, que ya lo había advertido. Se tirarán los trastos a la cabeza en televisión, naturalmente. Y todos se quejarán de haber sido engañados en el momento decisivo, poco menos que ante el altar, cuando la boda ya se cantaba. Ante la amenaza de las elecciones, que no pintan demasiado bien para algunos, es evidente que todos se irán pasando la patata caliente del fracaso, porque ninguno quiere quedársela. Aquí nadie es culpable, faltaría más, aquí todos han pretendido preservar su infinita pureza. Y en esas estamos.

No creo, ya digo, que debamos censurar los intentos de pacto, por mucho que se extendieran en el tiempo, por mucho que a ratos nos parecieran engorrosos y envueltos en una verborrea a todas luces excesiva. Al menos se intentó, y el que no lo intenta no puede fracasar. Lo lamentable es el final, este carrusel de acusaciones mutuas, este guirigay de última hora, como si estuviéramos ante una historia de celos y desenamoramientos. Una vez más, los ciudadanos sufren las consecuencias. El resultado de las elecciones produjo una aritmética endiablada, es cierto, pero ya va siendo hora de comprender que no es tiempo de mayorías absolutas, ni de adhesiones inquebrantables. Eso, de momento, se ha terminado. ¿Qué sentido tiene pedir a los ciudadanos que se lo piensen de nuevo, como si se hubieran equivocado en su primera decisión? Probablemente, volverán a corroborar lo que ya dijeron. Sería lo más lógico. Y si no lo hacen, es seguro que al menos recibirán un correctivo aquellos que sean percibidos por el electorado como culpables de que no se haya llegado a un acuerdo, ya sea por acción o por omisión. Ya veremos qué pasa. De lo que no hay duda es de que la política parece haberse olvidado de los votantes para centrarse en una especie de narcisismo verbal, en el que cada uno estaba encantado de escucharse a sí mismo. Muchos olvidaron que la política es el arte de lo posible, para convertirlo una y otra vez en el arte de lo imposible. Durante estas semanas, las ruedas de prensa se adueñaron de los informativos, como si los pactantes se dijeran las cosas más duras indirectamente, después de haber estado cara a cara durante horas en las mesas de negociación. Nos hemos desayunado con frases de diseño, con argumentarios preparados con mimo por los asesores, con guiones preestablecidos, un lenguaje que sonaba más a onanismo político que a otra cosa. Un lenguaje de artificio, de laboratorio, con el que no se puede construir nada que resulte verdaderamente natural. Un lenguaje pensado para que funcione en las pantallas de televisión, ese territorio plasmático en el que piensan que los ciudadanos vivimos eternamente y del que nos alimentamos.

La conclusión, por tanto, no puede ser más pesimista. El mensaje de la modernidad, que es el mensaje de la ciudadanía, no puede llevarse a cabo. Los partidos emergentes, salvo en alguna cosa, han demostrado que son muy capaces de comportarse como los partidos tradicionales. Y éstos, a lo que se ve, incapaces de moverse más allá de sus planteamientos ortodoxos. Uno, apenas se movió, esperando, supongo un resultado parecido al que se ha producido. Le ha salido bien. El otro, al menos, hizo el esfuerzo. Pero no faltará quien le acuse de que lo hizo atado a la nueva derecha (esa, al menos, es la opinión de Podemos), lo que ponía las cosas difíciles desde el principio, y suponía, además, seguir las directrices notablemente conservadoras de no pocos barones, asustados quizás por el posible sorpasso de la izquierda emergente. Visto lo visto, tal vez sea peor el remedio que la enfermedad. El ciudadano medio asiste con estupefacción a este final en el que triunfa, como diría Sabina, la cofradía del Santo Reproche. Como sucede tantas veces en nuestro país, el caso es encontrar al culpable. En lugar de encontrar la solución. Mala cosa será que la mezquindad se imponga a la generosidad. Y el inmovilismo a la flexibilidad. No son pocos los que presumen de mantenerse en sus trece, de no moverse de sus posiciones, creyendo que en eso consiste la coherencia política. Por esa regla de tres, jamás habría acuerdos en nada. La inteligencia política no consiste en el inmovilismo. La coherencia ideológica no tiene nada que ver con la falta de flexibilidad. Y el ciudadano no tiene por qué soportar este chaparrón de lenguaje político de diseño, que sin duda proporciona un placer inmenso a quienes lo practican, pero que no conduce a ninguna parte. Que la televisión sea el nuevo territorio para dirimir las enconadas refriegas políticas puede resultar rentable para los productores de programas de entretenimiento, y está bien que así sea, pero tengo muchas dudas de que tenga una utilidad verdadera para la gente: más allá de echarse unas risas (hay programas de humor menos divertidos) o de cogerse unos cabreos. Lo que parece evidente es que nadie en el espectro político puede atribuirse una gran superioridad sobre los demás, porque los votantes así lo han decidido. Y probablemente volverán a decidirlo.
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