Los no vacunados

Dicen que están entre nosotros aunque no podamos reconocerlos. Llevan mascarilla en interiores y disimulan guardando el metro y medio en las terrazas. Pero no son como el resto. Vivimos con no vacunados, una suerte de monstruos insolidarios en la piel de personas normales que se montan en autobuses y piden cañas en las barras de los bares. No son muchos pero las autoridades aseguran que marcarán nuestro destino los próximos meses. Los que decidieron no vacunarse no son rebeldes, ni inconformistas, ni disidentes, ni siquiera libertarios antisistema. Son una nueva casta irreverente, una secta que escucha los susurros de Bosé y bebe chupitos de clorito de sodio. Al menos así los describe la caricatura generalizadora que impone el relato oficial.

Europa sufre la nueva ola de ‘los no vacunados’ y los gobiernos empiezan a tomar medidas para presionarles y que acudan a inmunizarse para que nos dejen olvidar la pesadilla. A partir de ahora van a ser perseguidos. No se llegará a colocarles brazaletes con estrellas amarillas ni vestirán sambenitos con coroza o máscaras venecianas puntiagudas de médico de la peste pero serán señalados. Se les busca entre las estadísticas como a híbridos de ‘El niño ciervo’ aunque no tengan cuernos ni plumas en los brazos y se les mira por encima del hombro igual que a un ‘sangre sucia’ en Hogwarts.

La sociedad del pensamiento único y la moralidad aceptable vive de estereotipos y se alimenta de los enemigos que explica con brocha gorda. Su fábrica de eslóganes pronto nos enseñará que además son malas personas. «Un no vacunado no puede ser buena persona» repetirán desde las tribunas liberales y progresistas retorciendo el argumento manoseado de Kapucinski sobe la bondad y los periodistas. Puede que hasta tengan razón. Pero la única certeza sobre los no vacunados es que son libres sin respetar la libertad. Uno debe tener la libertad de morirse como quiera pero no de contribuir a que los demás se mueran.