31/10/2022
 Actualizado a 31/10/2022
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Cuando llegan estas fechas y se inicia el oscuro noviembre, a menudo entoldado con nubarrones oscuros, me acuerdo siempre de la obra maestra de James Joyce, esa novela corta o cuento largo, ‘Los muertos’, con que se pone fin a ‘Dublineses’. La historia transcurre en un Dublín paralizado e invernal. Corre el año 1904 y Joyce no pierde la oportunidad de demostrarnos lo que supone una sociedad cerrada y apegada al tradicionalismo en todas sus formas, por supuesto zarandeada y domesticada por su larga experiencia colonial, una sociedad que, para su disgusto, se resiste a la llegada de la modernidad. Cosas nuevas estaban por venir, sin embargo, y también una guerra civil, pero Joyce pronto se trasladó a Europa, como es sabido, desde donde escribió de manera ininterrumpida y casi épica sobre Irlanda, envuelto en dificultades económicas y una ceguera creciente, pero sin perder nunca la mirada de un país, el suyo, que había tenido que dejar por una Europa también incierta. Este año, como ya escribimos aquí, celebramos además el centenario de la publicación de ‘Ulises’ en París, en aquella hermosa edición azul (azul de Grecia, apuntaba siempre Joyce).

‘Los muertos’ es el relato de una cena en los días de Navidad, pero esa reunión, tan irlandesa, por otra parte, sólo es un pretexto para hablar de la muerte. Los que allí se reúnen, con el gran peso de la vida sobre sus hombros, son muertos futuros, casi muertos inmediatos y urgentes, aunque no todos. Lo que allí sucede es parte de un pasado a punto de desaparecer. Sólo se mantendrá la música y el amor. Algunos personajes hablan con ironía de la modernidad que a duras penas llega desde el continente, y otros se refieren al Oeste como la verdadera Irlanda que debe perdurar, ese lugar que hay que conocer y amar, donde resistía la esencia que la ocupación colonial no había logrado eliminar del todo. Gabriel Conroy se debate entre Europa y el futuro que ha de llegar, que él cree que es el que espera en Europa y en su cultura, y el pasado de su esposa Gretta, la Irlanda real de Galway que regresa a su vida y lo derriba de un golpe certero en una sola noche, cuando su mujer le habla de cómo murió un amor pasado, Michael Furey, de alguien que sí la amaba verdaderamente. Nada pasa en ‘Los muertos’, salvo la muerte.

Con el tiempo me acuerdo más de la película que John Huston hizo sobre el relato que del relato mismo. Me impresionó, en su día, esa cinta final de Huston, que filmó ya muy enfermo y que no llegó ni a montar (se murió antes). Esa forma de capturar la decadencia, la muerte en vida de algunos de los personajes, esa parálisis de Dublin en 1904 que se parapetaba, sin embargo, en el calor doméstico, en las reuniones familiares, en la celebración de las fiestas, en la resistencia a los cambios, aunque los encuentros clandestinos que preparaban las nuevas revueltas contra Inglaterra estuvieran en marcha. Esa visión final de la historia, y de la película de Huston, con la nieve cayendo «sobre los vivos y sobre los muertos» me ha acompañado siempre. Porque es también nuestra nieve. Y también son nuestros muertos.

Y esa visión vuelve en días como hoy. En estos días de difuntos. Suelo visitar el humilde cementerio donde están enterrados mis padres, un cementerio rural, cercano a León. Durante años vengo haciéndolo en soledad, pues ya es la soledad lo que más nos acompaña en esta tierra. Cada año queda impresa en mí la imagen de la cancilla de hierro, el viento frío (no tan frío este año, con estas temperaturas sin control) que habitualmente sopla sobre las paredes encaladas, todo en un lugar pacífico, inhóspito, desprovisto prácticamente de árboles, un lugar habitado, o así lo siento, por una gran fuerza telúrica. Pienso también en aquellos días ya muy lejanos (aunque llegan a mí con asombrosa nitidez) en los que yo jugaba en las calles del pueblo que se dibuja, no tan distinto a entonces, en la distancia, tampoco tan lejos de lo que hoy son las tumbas, no sólo de mis padres, sino de la gente a la que conocí. Y a buen seguro esto mismo pensarán muchos de los que hoy acudan a los camposantos de los lugares en los que vivieron. Ese recuerdo inevitable de los días felices de la infancia. Ese recuerdo inevitable de la verdadera patria.

El culto a la muerte es tan viejo como la historia de la humanidad. Lo recordaba ayer la gran Irene Vallejo (qué hermoso todo aquello que escribe), en su artículo de El País Semanal. Siempre ha existido esa conexión, esa unión entre este lado y el otro, el que sea. Esa necesidad de honrar al desaparecido, aunque no creas más que en la ceniza y en el dulce recuerdo. Pienso en los cementerios marinos de Galicia, que conozco bien, y esos otros en la contorna de las iglesias, ya clausurados algunos, donde habita la piedra y la hiedra abrazando a la muerte. Y pienso en nuestros cementerios de blancas paredes y quizás uno o dos cipreses, arrojando su alargada sombra sobre los penúltimos habitantes de algunos lugares. Esa soledad de las matas de tomillo y las tierras rojas, esa herrumbre de la cancilla de hierro apenas cerrada con un humilde candado, abierta estos días para el encuentro efímero con los que se fueron. Ese silencio, y los ropajes pardos de alguien que se acerca, de alguien que reconoces y saludas, ya lejos del tiempo de la alegría.

No sólo pienso en qué solos se quedan los muertos, sino en lo solos que nos vamos quedando los vivos. Miro a este horizonte desesperanzado mientras cae la noche y las nubes se van apretando para descargar una nueva tormenta. Quizás esta lluvia sea lo único que merece la pena. Lo único que merece ser elogiado en esta coyuntura. Pienso en cuánto sufrieron estas tierras, en cuánto hablé con mi padre de la guerra que él conoció por estos caminos, y ahora, como en el relato de Joyce, de nuevo contemplo la lucha por un futuro que no llega y por un pasado que nos desborda, que nos coloniza. Pienso, mientras cierro la puerta del cementerio, cuántos de los que aún habitan en las casas no tan lejanas, ahora que las luces empiezan a titilar en la distancia, llegarán a tiempo de ver ese futuro prometido. Muchos viajan ya en el último vagón, saben que la estación postrera puede llegar cualquier día, porque los pueblos envejecen, se vacían, y los cementerios se pueblan. Y otros mueren demasiado jóvenes, como el buen Lolo, con el que compartí días felices hace treinta años en el viejo periódico (que era nuevo): él supo escribir con ironía de lo que los muertos pensarían si nos vieran en este laberinto, pues nadie hay más sincero que los muertos, que, a fin de cuentas, no tienen nada que perder.
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