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Los miedos de septiembre

29/08/2022
 Actualizado a 29/08/2022
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Agosto muere, como estaba previsto, en la última playa. Me despido en un lugar del norte, con la niebla cayendo mansamente sobre el mar. Playa parda y casi desierta. Ni rastro de los calores que nos han abrasado, que han quemado sin piedad una parte de este país, pero me temo que todo el mal, o una gran parte de él, está hecho. Sin embargo, a pie de playa el mar manda un recado de espumas frías, como si todavía tuviéramos una leve esperanza de salvar los océanos (acaba de fracasar la cumbre mundial al respecto). El agua fría es un privilegio del norte, pero no se sabe por cuánto tiempo.

Agosto se despide con atardeceres que ya quieren invitar al otoño, al menos aquí arriba. No sólo la niebla gambetea entre bahías y cabos, sino que los pueblos vuelven a vaciarse y a volver a su estado habitual. También los nuestros, los pueblos de la infancia en tierra leonesa. Muchos, quizás, estarán contentos con el regreso a la normalidad, pero esa normalidad se parece cada vez más a la desolación y al olvido. Y, si al menos lloviera de verdad…

Aunque no llueva apenas desde hace semanas, algunos creen que nos acercamos a grandes trancos a la tormenta perfecta. Se viene amasando en el horizonte sin que, al parecer, podamos hacer nada al respecto. Si el verano ha estado sembrado de alarmas y malas noticias (lo habitual, hoy), lo que nos espera en septiembre, es, dicen, una superposición asegurada de varias capas de desánimo e incertidumbre, en línea con el tiempo impredecible que nos toca vivir. Y peor es aún el pronóstico para el invierno, siguiendo la estética de ‘Juego de Tronos’. ‘Winter is coming’ (el invierno se acerca) lleva camino de convertirse en un eslogan cargado de todos esos matices terribles. Pero esta vez no se trata de una ficción.

Macron ha sentenciado esta misma semana, no sin solemnidad, que ha llegado «el fin de la abundancia». Para algunos, habría que añadir. Muchos no la han conocido jamás, ni siquiera en brazos de la riqueza europea. Y si para nosotros, los europeos, ha llegado «el fin de la abundancia», qué pensar de aquellos que viven en zonas del planeta mucho más desfavorecidas. Hay un intento deliberado por hacer de las tensiones geoestratégicas una herramienta que tuerza voluntades y reconfigure, ‘velis nolis’, el mapa global de poder. Este es uno de los momentos más peligrosos de la historia reciente.

El sufrimiento será, en gran medida, el resultado de esas luchas de poder, la consecuencia de intereses que no favorecen en absoluto al ciudadano, pero que sí lo convierten de inmediato en víctima propiciatoria. Por eso, quizás es excesivo demandar más y más resiliencia, sobre todo si esa demanda se refiere, cómo no, a los habituales. ¿Acaso no resiste cada uno en las distancias cortas, en la distancia doméstica, el viento huracanado de la historia? Y aunque es cierto que muchos ciudadanos se han dejado convencer por cantos de sirena populistas, por pensamientos maniqueos y superficiales, por el penoso ruido de lo dogmático, sobre todo a causa de la insatisfacción creciente, ¿acaso la gente común debería sufrir y soportar en solitario toda la dureza que por lo visto se avecina? ¿No es más bien una cuestión de liderazgos políticos, de peligrosas ideas sobre el poder y la grandeza, de juegos increíblemente irresponsables, de tendencias autoritarias y autocráticas que no paran de abrirse camino?

Septiembre suponía en la infancia el final de la infinita libertad de los veranos. Aquel tiempo, que nos parecía eterno, terminaba finalmente, para nuestra sorpresa. Pero septiembre, a pesar del dolor que implica recomenzar, engancharse de nuevo a la realidad, renacer, en suma, siempre ha sido mi mes favorito. Esa sensación se ha perdido: supongo que es lo que tiene ser adulto. Pero también, como decíamos hace siete días, tiene que ver con la persistencia de la realidad en agosto. La dificultad para separarse del mundo. La imposibilidad de liberarse de las infinitas amenazas, de la siembra contemporánea de miedo que no conoce tregua. Ignoro si forma parte del plan: mantenernos atemorizados para siempre. Pero la misión de la política no ha de ser otra que la lucha por la felicidad. Esto es muy cierto. La alta misión de la política es el bienestar humano, es la alegría, es la felicidad. Este presente amenazante y oscuro, que demandará además grandes sacrificios, que ya los está demandando (a los habituales en estos casos), no puede traer nada bueno. Sólo una sociedad herida, llena de desconfianza.

Y así, desembocaremos ahora en el bullicio inabarcable de septiembre. No fue agosto un mes silencioso, porque el estruendo se extiende por el mundo, pero septiembre implica que todas las pantallas estarán encendidas y todas las audiencias atentas. El regreso al ruido, a los avisos continuos, a la siembra de temor perpetuo, se precipita cuando el espectador, inerme, regresa. Hay una sensación de debilidad en este volver a casa. Se haya salido de ella o no. Como quien espera una granizada feroz, un pedrisco salvaje, así aparecemos todos ahora bajo el cielo de septiembre.

Y de poco sirve la protección doméstica, ese viejo mantra inglés que proclama que «mi casa es mi castillo», como ya hemos escrito aquí. Ese mantra ha dejado de funcionar, porque hoy todo tiene que ver con todo. Querer diferenciar entre asuntos locales y asuntos globales resulta cada vez más difícil. La crisis energética derivada de la guerra en Ucrania es un buen ejemplo, pero ni mucho menos el único.

La mayoría de las amenazas que se ciernen sobre nosotros en este mes de septiembre, y en el próximo invierno, tienen raíces fuertemente globales. Apenas pueden resolverse en las distancias cortas. Suponen, en realidad, un cambio de paradigma en las relaciones internacionales, el intento drástico, incluso feroz, de un rediseño, una lucha por el mapa geopolítico del futuro y por las rutas comerciales que no sabemos bien hasta dónde llegará. En esa batalla se juega la vida y la muerte de algunos, pero también varias economías, las políticas energéticas, la tecnología, la seguridad, la defensa… Para estupor de muchos, mientras el mundo se enfrenta a retos extraordinarios, palpables a cada instante, como las consecuencias del calentamiento global, las sequías prolongadas, el aumento de los episodios de clima violento, el envejecimiento de la población, la muerte de los océanos, otros problemas no dejan de añadirse a esa larga lista, pero por decisiones políticas, o aprovechando precisamente el difícil momento global. No es, desde luego, el mejor de los mundos para regresar en septiembre.
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