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Los fados de Coimbra

09/02/2020
 Actualizado a 09/02/2020
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Los fados de Coimbra son tan extremadamente tristes que, cuando terminan, se considera de mala educación aplaudir. El cantante lo ha pasado tan mal para interpretar la letra que sería algo así como ponerse a bailar en un funeral. De este modo, entre fado y fado, sólo suenan toses. Fue una de las cosas que aprendí en un viaje fascinante organizado a modo de terapia post-Erasmus, además de que a muy poca distancia de mi casa había una ciudad universitaria donde dicen que se inventó la melancolía. Visité la casa donde pasaba consulta el doctor Miguel Torga, el gran escritor portugués que para su seudónimo eligió como apellido una planta tan arraigada como él mismo: nunca llega a salir de la tierra. En aquel viaje, cuando me preguntaron qué pasaba por España, como no quería hablar de fútbol ni de Gran Hermano para hacerme el intelectual, respondí que la crisis de las vacas locas había desatado el pánico nacional. Los portugueses me miraron especialmente sorprendidos: «¿Y lo descubrís ahora? Aquí hay casos desde hace años y casi toda nuestra carne se exporta a España».

Aquella primera vez me culpé de mi ignorancia. Sin embargo, otras muchas veces he viajado a Portugal, alguna de ellas especialmente inolvidable, y, al llegar, me he sorprendido por el desconocimiento general de todo lo que está pasando allí. Parece que entre los dos países, como decía Saramago «siameses unidos por la espalda que nunca se han visto la cara», en lugar de frontera hubiera un frontón. Aunque no quieras, te sabes de memoria la turra de las elecciones venezolanas (por la misma razón que te sabes letras de Alejandro Sanz), pero un día aterrizas en Lisboa y, de repente, te enteras de que en Portugal también hay elecciones y que, además, de su resultado salió un gobierno de coalición mucho antes de que en España creyéramos que lo habíamos inventado. Como les pasa a los asturianos, a los portugueses tampoco les hacen justicia sus famosos. Son, por lo general, personas extraordinariamente educadas –hasta el punto de que, al entrar en un bar, te puede llegar a atronar el silencio–, dominan los idiomas porque no traducen las películas y están considerados los mejores diplomáticos del mundo. Sin embargo, la ignorancia lleva a muchos españoles a pensar que allí no hay más que toallas y bacalao.

El alcalde de Oporto propuso esta semana la creación de Iberolux, la unión estratégica de España y Portugal con una fórmula similar a la de Bélgica, Holanda y Luxemburgo. No es ni mucho menos la primera vez que se lanza esta idea aunque, ahora que todos los discursos llaman a la división (europea, nacional o autonómica), suena especialmente atrevido. No hay más que mirar cuáles son las zonas más subdesarrolladas de España para darse cuenta de que la idea, cuando menos, debería hacernos pensar. Dicen los sindicatos leoneses que han convocado una manifestación por el futuro de esta tierra que España no se rompe por los nacionalismos, sino por el oeste. Si algo tienen en común las provincias desde Huelva hasta Orense, además de la despoblación, el envejecimiento, la falta de infraestructuras y la ausencia de industria, es que tienen frontera (o casi, como es el caso de León) con un país que ignoran por completo. Esa frontera fue salvación y paraíso, fue Reino de León, fue la fábrica en la que trabajaban los obreros del extraperlo, una mina de oportunidades. Hoy, parece un precipicio, un abismo lejos de todos los algoritmos de la modernidad. Precisamente para evitar esto, desde hace años la Unión Europea apoya proyectos transfronterizos. León y Bragança, por ejemplo, han celebrado infinidad de reuniones, encuentros institucionales de fotos y abrazos de los que, a día hoy, no tenemos más noticia que las colaboraciones entre los carnavales tradicionales de uno y otro lado, disfraces más honestos que los de la política. Del resto de iniciativas, de momento, sabemos lo mismo que de los fados de Coimbra. Lo único bueno es que, por lo menos, no habrá que aplaudir.
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