03/01/2016
 Actualizado a 17/09/2019
Guardar
Aprovechando una firma de libros en Palencia he despedido el año en un sitio en el que literariamente he pasado parte de él, puesto que es escenario importante de mi última novela, la que precisamente fui a firmar a la ciudad palentina. En la novela (‘Distintas formas de mirar el agua’) ese sitio se llama La Laguna en alusión a la que ocupó hasta que la desecaron el ancho páramo entre Grijota, Villaumbrales y Becerril de Campos, pero en la realidad se llama Cascón de la Nava, Cascón por el apellido del ingeniero que llevó a cabo la desecación y de la Nava por el antiguo nombre del humedal. Allí fueron a parar entre los años cincuenta y ochenta del pasado siglo centenares de leoneses expulsados de sus pueblos por los embalses de Vegamián y Riaño (también hay gente de otros, como el de Entrepeñas, en Guadalajara, o el de Almendra, en la provincia de Zamora) y allí siguen desde entonces, convertidos en palentinos a su pesar pero sin dejar de sentirse leoneses y sin olvidar sus montañas un solo día pese a que los años pasan y pese a que León nunca se ha acordado de ellos. En el bar, las fotos de los pueblos riañeses contemplan las partidas de cartas de unos vecinos cuyos nombres y apellidos siguen sonando a leonés y por las calles trazadas a tiralíneas o en la desolada plaza sobre la que se alzan un edificio consistorial y una iglesia que parecen sacados de una película del Oeste las conversaciones de las mujeres versan a menudo sobre los valles y las montañas de León que tuvieron que abandonar a la fuerza. Quien no lo sepa no se dará cuenta, pero quien conozca el origen del pueblo, cuya antigüedad no alcanza los sesenta años aún, en seguida advertirá la sensación de artificialidad y de extrañamiento que tanto las construcciones como sus habitantes delatan. Y es que todos son extranjeros en el paisaje terracampino, un paisaje que tuvieron que aprender a mirar y a cultivar cuando llegaron a él.

Carlos Álvarez, de La Puerta, Marcelino y Caridad, matrimonio de Utrero y Campillo, en el valle de Vegamián, respectivamente, Celia, una chica joven nacida ya en Cascón pero descendiente por parte de padre y de madre de los dos pantanos, el de Riaño y el de Vegamián… Son sólo algunos ejemplos de esos vecinos, de esos cientos de leoneses desterrados por el agua que después de muchos años viviendo fuera de su provincia de origen continúan recordándola y amándola, añorándola como el primer día y visitándola siempre que pueden. León tiene una deuda con ellos, con esos hombres y esas mujeres a los que el desarrollo económico de otros leoneses y el bienestar del país (o el beneficio de alguna empresa privada) obligó a dejar sus pueblos, sus valles y sus montañas, hasta los cementerios con sus antepasados.
Lo más leído