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Los cuentos engarzados de Gustavo Martín Garzo

15/11/2021
 Actualizado a 15/11/2021
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Conocí a Gustavo Martín Garzo hace ya algunos años, en un tren camino a Barcelona. Acudíamos a un premio literario. Quiero decir que lo conocí personalmente, claro, porque como escritor ese conocimiento viene de mucho más atrás. Desde que se convirtió en un autor de fama, Martín Garzo me pareció la representación misma de la delicadeza y la elegancia literaria. Desde ‘El lenguaje de las fuentes’, por lo menos, su obra escondía para mí una clave secreta, un poder indescifrable pero amable, que provenía, a buen seguro de la literatura clásica. Siempre me pareció que Gustavo Martín Garzo prolongaba en el presente el espíritu primigenio de los contadores de historias, ese extraño perfume que perdura en la forma de contar, en cómo uno es capaz de abordar los lugares menos transitados de la realidad.

Me encuentro con Martín Garzo en una cafetería vacía, y a ambos nos parece que es un lugar perfecto para la conversación, en estos tiempos difíciles. Esta vez la charla se prolonga, porque el escritor no necesita apenas de estímulos del entrevistador: la pasión por contar, el gusto por la narración oral, se abre camino también en esta sobremesa, se ve que está feliz con su nueva obra, que ha logrado componer un texto cuya idea central viene de lejos, porque, me dice, ‘El árbol de los sueños’ es un viejo proyecto.

Si en toda la literatura de Martín Garzo late ese origen primitivo de las narraciones, el impulso de contar que es, en verdad, el impulso de vivir, aquí nos encontramos con un auténtico clímax narrativo, con la máxima expresión del cuento, pues este libro es, en cierto modo, una reescritura de ‘Las mil y una noches’. Y también un homenaje a la enorme energía de la narración oral, que construyó la literatura y la cultura, que nos mantiene vivos, pues, como sabe bien Scherezade, mientras haya historias que contar, podremos postergar una noche más el instante de la muerte.

‘El árbol de los sueños’ (Galaxia Gutenberg) es un libro hermosísimo. Martín Garzo escribe estas historias sin pausa, sin límites, que llegan a nosotros como cerezas engarzadas. Como en los filandones, como en los cuentos, unas cosas nos llevan a otras, un personaje secundario se alza con el papel protagonista unas páginas más allá. El tejido de la realidad, me dice Martín Garzo, está lleno de agujeros que nos permiten comunicarnos con otros lugares inesperados, donde todo es posible. El ejercicio de contar consiste en aventurarse en esos huecos que salpican, si uno sabe fijarse, el tapiz de la vida.

El libro empieza en León. Como es sabido, la madre de Gustavo Martín Garzo era leonesa, su familia tenía un hotel cerca de la catedral. Lo ha contado muchas veces. En ‘El árbol de los sueños’ es la madre quien acude al hotel, y allí conoce al padre. Fabula Garzo con una familia materna de embajadores que viajaron por las cuatro esquinas del globo y que hicieron de la madre, en la ficción, una especie de pájaro huidizo, que tan pronto se posa en una rama como se dispone a partir. Ante un mapamundi dice: «¡qué pequeña es la cárcel del mundo!». Y ahí empieza el ronsel de las historias, la estela del barco que inicia el viaje. Como en ‘Las mil y una noches’, se narra para seguir vivo.

«Ha sido un libro gozoso de escribir», me confiesa Martín Garzo. En la cafetería seguimos solos, la tarde avanza con lentitud. El escritor me cuenta ‘El árbol de los sueños’ con la misma técnica del libro: un detalle lleva a otro. Son muchas historias, muchísimas, pero, en realidad, es una sola, un hilo azul, con sus meandros y afluentes. «Cuando escribí esto, a lo largo de los últimos tres años, no sabía muy bien lo que estaba haciendo. Yo no hago borradores, voy ganando página a página. Todas estas historias no estaban pensadas de antemano, sino que empezaba a escribir sin saber dónde iba a parar. Yo esperaba a que las cosas fueran llegando. En más de una ocasión me preguntaba con asombro por qué se me había ocurrido lo que había escrito. Me di cuenta de que me dejaba llevar, con una felicidad inmensa. Nada de sufrimiento. Me gusta esta idea del escritor vagabundo, o peregrino. Eso de vagar sin rumbo, entregarse al mundo de lo otro, de lo que no es obvio, donde está la naturaleza, el deseo, el sueño… Ese viajar a la frontera de la realidad, a los lugares inesperados, a las afueras, que no es otra cosa que el bosque de los cuentos infantiles, como le gustaba decir a Freud», explica Martín Garzo.

Hablamos entonces, una vez más, de que el viaje es el origen de la literatura. Hablamos de Homero, claro está. Ulises aparece de inmediato. Y Simbad. Martín Garzo no deja de profundizar en cómo los cuentos clásicos nos construyen, y por eso este libro es un homenaje a esa forma de narrar. Me dice: «Nausica y sus amigas llevan al náufrago Ulises ante el rey de los Feacios y, una vez que le han atendido, se sientan a su alrededor y le dicen simplemente: ‘cuéntanos tu historia’. Cuando los Feacios devuelven a Ulises a Ítaca, lo llevan dormido y lo depositan en la playa. Creo que es una manera sutil de recordarnos que toda su historia puede ser un sueño, que puede pertenecer a ese otro lado, el de los mitos, que, aunque no lo creamos, siguen siendo tan importantes para explicar lo que somos. Yo no trato de reivindicar nada, pero diría que mi libro tiene que ver con esta idea».

«Creo que ‘El árbol de los sueños’ remite también al Génesis», explica Martín Garzo, «porque aquel árbol de la tentación, más que el árbol del conocimiento o de la vida, era para mí el árbol de los sueños. Daba la posibilidad de tener acceso a un mundo mágico, desconocido, y eso, claro, no se podía permitir. Los humanos no podían tener acceso a ese lugar. Y eso es justamente lo que nos permiten las historias y los cuentos».

Hablamos esa tarde mucho más de lo que cabría aquí. Hacia el final, Martín Garzo explica que el arte pertenece al territorio del amor: «La escena fundacional de la literatura es esa en la que un adulto, fundamentalmente una madre, cuenta un cuento a su hijo. En ese momento, que es la noche, en el que el hijo tendrá que quedarse solo, en la oscuridad de la habitación. Contar una historia es un procedimiento retardatario, como hacía Scherezade en ‘Las mil y una noches’. Como hacía Desdémona con Otelo. Contar es, por tanto, un acto de amor. Contar nos lleva a lo maravilloso, abre grietas en la realidad. Nos ofrece el mundo como posibilidad, que decía Lledó, que es el de la mirada de los niños. Los adultos ya no creemos en el mundo como una casa encantada».
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