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Los altos de la Nevera

13/02/2015
 Actualizado a 16/09/2019
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Vivo en Badajoz, ciudad en la que sólo un par de veces en treinta años vi cómo cuajaba la nieve, de manera que el lector llegará a permitir mi morriña por la exuberante capa blanca de estos últimos días en León.

Las nevadas de entonces, cuando yo era monaguillo y ayudaba a don Valentín en la misa de Puente Castro, eran, según acostumbran a decir los viejos del lugar (aunque parece que esta vez dudan de ello), mucho más intensas y más profundas que las de ahora.

Yo también las recuerdo más densas, y pregunto a mi madre si no podían ser parecidas a las de estos días. Qué va, dice ella. ¿No te acuerdas de tu padre, cuando por la mañana utilizaba la pala para quitar la nieve que nos impedía salir a la calle en la de los Altos de La Nevera? Menudas nevadas aquellas.
Su comentario aviva la memoria para llevarme a la esquina de la casa de Patricia. Allí, en las noches invernales, funcionaba un palo largo con una bombilla que filmaba los copos de nieve que caían a plomo. Yo, en la cocina, pegaba la nariz a la ventana para ver cómo se iba anegando a cuenta de la espesura de la nevada, pero era al amanecer cuando surgía el trastorno: más allá de la calle abandonada, todo parecía permanecer en tregua. Y entonces el niño, acostumbrado como estaba cada día a buscar tesoros fuera de la casa, no sabía qué hacer para sobrevivir en la encerrona.

A veces duraba un par de días el suplicio. Mi padre, en efecto, se ocupaba de rebajar el montón de nieve que nos cercaba. Por la mañana, tras la borrasca, el paisaje se había transformado, hasta el punto de que habían dejado de existir todos los rincones que el niño controlaba cada día. La nieve se había engullido la huerta de Teófilo y la Cárcava, e incluso el río, donde sólo la isla de un arbusto, petrificado de nieve, había sobrevivido a la devastación.

Al cabo de los días, aplacada la tormenta, los restos de la nieve se conjugaban con una helada negra para convertir las calles en un escenario. Yo salía de casa, como decía, en mi condición de monaguillo, a ayudar a don Valentín en la primera misa del día y me encontraba con una pista de hielo.

Observaba, desde el umbral de la puerta, la salida de las mujeres, sólo de las mujeres, creo que únicamente iban a misa las mujeres (madres y abuelas beatas), y cómo, en el suelo cristalino que había dejado la helada, resbalaban y caían de culo en el momento de salir de casa, sobre todo a la altura de Foto Pinto, en la pequeña cuesta que les habría de llevar a la iglesia.

Era espectacular: no se salvaba ni una. Las veía indefensas, y las miraba risueño y fascinado porque carecían de la precaución y el empeño que, en contra de lo que podía suponerse, aplicaba yo, ágil y audaz, en mi recorrido.

Cada vez que regreso a León visito mi barrio, mi calle pigmentada hoy de nieve. No me importaría tornar a aquellos años de carencia. Y no por recobrar la vitalidad infantil, sino para abrir la puerta de la casa que ya no me pertenece y apresar todos los olores –el de la cocina humeante, el dulce de los higos y las manzanas del corral-, y la visión, entre asombrada y temerosa, de los copos gigantes de nieve pegándose a los cristales de la ventana.
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