Lolailo, el corazón más noble que ha dado esta ciudad

Por Fulgencio Fernández

Fulgencio Fernández
24/10/2022
 Actualizado a 25/10/2022
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Solo el día que murió mi madre sentí tanto dolor al recibir una noticia. Había olvidado cómo quema su fuego. «¡Lolo no!», ¿qué más se puede decir? Y entonces recordé, para unirlos a los dos, que cuando ella murió Lolo no se separó de mí en tres días y al día siguiente –siempre volvía al día siguiente– apareció con un enorme cuadro titulado ‘La abuela’ que habían hecho a cuatro manos y a marchas forzadas él y Velasco, el cartelista del Emperador, al que tenía por aquellos días acogido en casa y le daba trabajo impartiendo talleres en Armunia pues la empresa le había dejado tirado y arruinado. Pero Lolo no, porque era la ONG de las personas.

Hoy debería escribir el obituario más corto de la historia: «Ha fallecido Lolo, contra todo pronóstico el hombre más bueno que habéis conocido». Se podía añadir que tenía poco más de sesenta años, que era dibujante, muralista, ilustrador, recopilador de historias y leyendas, organizador de ferias de esoterismo, filandonero, hombre de negro y gafas oscuras, conversador hasta que amanecía el siguiente día, capaz de aguantar a diez niños al sol de un mural y a 35 grados, leonesista, apasionado de la historia, autor de una decena de libros (el último llegó ayer), ilustrador de cien más… Mil cosas más, pero oscurecerían el verdadero oficio: «El hombre más bueno que habéis conocido» y no haría falta ni una palabra más.

- No seas matao, escribe más que así no llenamos el periódico, además no soy tan bueno, soy normal, la gente es buena; diría él, bien parece que para él se creó la expresión de «todo el mundo es bueno».

He acudido a la expresión de «bueno contra todo pronóstico» y añadiría «y contra toda apariencia» porque el primer contacto con Lolo era jodido. Llegaba tarde porque «me cayó un marrón», vestía de negro de camperas (en invierno y en verano) a cabeza, melena larga, gafas oscuras, de día y de noche… te asustaba un poco hasta que te preguntaba de qué pueblo eres y siempre conocía a alguien cercano a ti, había estado haciendo un mural, les había hecho el logo de la asociación, te preguntaba por una señorina que tenía una vida para escribir un libro o un concejal de la UPL que votó en contra de la moción leonesista, «que es muy buena gente pero se rebotó»… Lo veía todo así porque murió sin saber que la bondad estaba en su mirada.

Cuántas veces me habrá dicho el director del periódico: «Me la ha vuelto a preparar tu amigo Lolo pero no le puedo reñir, es imposible y además no sería justo». Se lo decía a él y comentaba: «Davizín es que se preocupa por todo». Nadie como él usaba los diminutivos en los nombres para mostrar a la vez su cariño y su alma de niño; ése que había bautizado a todos sus amigos y, además del diminutivo, les tenía otro apodo: Oscarín (Campillo) era Garipilo; Martín era La Urraca... Y él, Lolailo.

Se podría llenar un periódico con las gentes y colectivos que hoy recuerdan que Lolo les hizo por amistad un logo, un chiste, un dibujo, un cartel, un pin, un pregón en verso o prosa, una carátula para un disco, una portada para un libro, les dio clases de un yoga que él mismo inventó… Las noches siempre las tenía ‘enmarronadas’ con un trabajo para los de la lucha contra el cáncer o el alzehimer, los huérfanos de la guardia civil o la renfe, la asociación de padres de media provincia, la casa de cultura de la otra media, la pera asadera de las Arrimadas, las amigas de la radio, la plataforma a favor del tren, la plataforma en contra de los macroparques eólicos, los de la Sobarriba para que les hiciera unos dibujos de lucha… Si dejo un espacio en blanco para que se vayan apuntando otros trabajos se quedará pequeño el espacio, seguro. Y si lo amplías, quedará pequeño.

Mientras escribo me llama el del kiosco de Armunia y se echa a llorar. Es uno de tantos de los que Lolo te contaba su historia para que fueras a verlo, «es el más antiguo de León y su familia fueron los médicos de Perón, que estuvo ahí, en su casa». Ayer hablamos de que nada más que pasara la feria del esoterismo teníamos que ir a ver «a esa mujerina de La Urz que tiene casi cien años y cuenta unas historias que flipas». Ésa era su gente. Nunca dejó de flipar con las historias, con las vidas, con los paisanos, con las paisanas, con las mujerinas, con la gente… Sin edades. Todavía hace una semana mi hijo de 19 años llega a casa y dice: «Estuvimos tomando unas birras con Lolo y su hija, que estaban juntos de copas. ¡Qué grande Lolo! Se acordaba del taller que nos dio en Villamanín hace 12 años». Tres generaciones diferentes y Lolo de pegamento de las tres.

Lolo ejercía además un leonesismo impecable, contra todo pronóstico ingenuo y desinteresado, desconcertante en ese mundo de la política por el que él pasó pero no estuvo. El anecdotario de sus cuatro años de concejal es el mejor tratado de la diferencia entre la vida y la política. Nada más llegar, pronto vio que su amigo allí tenía que ser el ya fallecido Joaquín García, médico, callado por naturaleza, buena gente. A los dos se les ocurrió la genial idea de ir cada semana por un barrio de la ciudad con el fonendo y el aparato de la tensión, tomársela a todo el mundo que se acercara y darles unos consejos de salud (no existía Google para que lo miraran allí). Les quisieron correr a gorrazos, no la gente, sus colegas en la municipalidad.

Porque Lolo ejercía un leonesismo como él ejercía la vida. Ayudando. Luchando. Sectores como la minería tuvieron en Lolo al pie del cañón día tras día, los paisanos del campo pensaban a través de las tiras de Lolo, los ganaderos del lácteo encontraban en Lolo buena cara para la mala leche, los políticos no encontraban cómo enfadarse con él porque lo que dibujaba además de verdad tenía gracia, de los deportistas se hacía amigo y les contaba la táctica secreta que inventó cuando jugaba a fútbol sala… y cada poco aparecía por la redacción alguien al que le habían dicho que «lo mejor es que vayas a ver a Lolo y te haga un chiste». Se lo hacía, pero también hablaba con el director para que le hicieran caso a aquel paisano y sacaran una noticia de su desazón o indefensión. «Es que a esta gente no les hace caso nadie».

Nadie no. Lolo sí.

Siempre empezaba igual los pregones: «Voy a ser muy breve. Tan solo diré gracias». Y después de las risas ya seguía.

Yo también quería ser breve. Pero era tan difícil hablando de Lolo. Pero sí se os ha hecho largo quedaros con lo único que quería deciros: «Ha fallecido Lolo, el hombre más bueno que habéis conocido y el corazón más noble que ha dado esta ciudad».

Lo siento Lolailo, me hubiera gustado contarlo como tú querrías pero nos has dejado demasiado solos. En palabras tuyas: «¡Qué putada!».
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