Loco por incordiar

Cuarta parada del viaje de un «hijo de León como Walt Whitman de Manhattan» con el propósito de ir recuperando a su paso la menospreciada y a la vez tan necesaria vida de barrio

Rafael Gallego
23/08/2022
 Actualizado a 23/08/2022
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Hoy puede que estéis mirando la obra y penséis que no vamos a construir mucho, pero creo que ya os he dicho que llevo varias semanas viajando solo por el Cáucaso, y que mi psicólogo me queda a tomar por culo...Otra vez, quid pro quo...
Creo profundamente en el proceso de construcción del individuo, en cómo llegamos a ser quienes somos, y pienso que en buena medida estamos hechos de tropiezos, unas veces raspones, otras caídas al abismo, y de tropezones, unas veces dulces, otras amargos, y por lo general, el momento personal en el que nos los encontramos suele ser determinante. De los primeros, entiendo que cualquiera de nosotros podría dar su propia clase magistral, en los barrios ya sabemos que únicamente nos ha bastado con ponernos a caminar, y de los segundos, quisiera hablar de alguno de los míos por si ayuda a rematar la obra.
Si lo que viene escuece, que ojalá, reclamaciones a Rosendo Mercado, porque es por él que «estoy aquí...».


Cuarta parada

Uy el miedo, el miedo acojona, es cabrón y retorcido, y alentado y acompañado de ignorancia se vuelve peligroso.
Llevo ya unas semanas en Armenia, en el borde mismo de un recóndito agujero del mundo, e incluso hasta aquí han llegado los ecos de los perros de la guerra alentando el miedo, poniendo fronteras, complicando la vida de otros perros que como yo, gustamos de la compañía de otros barrios, y aunque sólo sea por quedarme agusto, tengo que plantarles cara.

Arrastrando el cuerpo por este singular país he ido a dar con mis huesos a una casa muy peculiar, en un pueblo llamado Sevan, de unos veinte mil habitantes, a dos mil metros de altura, y al lado de un lago rodeado de montañas ciertamente impresionante. Esta casa está a las afueras del pueblo, a una media hora de distancia de cruzar campos y pistas de tierra, y a unos veinte minutos del lago, de cruzar también campos y pistas de tierra. La casa la moran un matrimonio mayor, dos cerdos, ocho gallinas, una vaca, y un perro, un poco como el pueblo que conocíamos antes de que el capital nos forzara a que estos hogares ya no fueran viables si no tenían tropecientos cerdos, equismil gallinas, o no menos de chorrocientas vacas. El alojamiento incluye el desayuno y la cena, y para presupuestos ajustados como el mío es un oasis.

Hace tres días coincidí con un matrimonio alemán y su hija de unos quince años a la hora del desayuno. Éste, como la cena, se desarrolla en un salón muy grande de techos muy altos, con las paredes empapeladas de flores de ya no tan vivos colores, y muebles de otra época que le dan un aspecto muy kitsch. En el centro hay una mesa grande llena de ricas viandas alrededor de la cual nos sentamos los alojados.
Estábamos en pleno éxtasis gustativo cuando entraron al salón, a compartir mesa y mantel, otro matrimonio con un hijo de también unos quince años, y dos chicos jóvenes, grandes como roperos de palacio, que se sentaron a mi lado.

El sopor de la mañana hizo que no pasáramos del Mmm, Mmm, Mmm, hasta el tercer sorbo de café, y con él vinieron las preguntas habituales, nombre y nacionalidad. España, Alemania, matrimonio ruso, y jóvenes bielorrusos. Joder, con lo rico que me estaba sabiendo todo...Automáticamente boca seca y pezones duros, solo de ver a los bielorrusos se me descomponía el cuerpo. Rápidamente el lado europeo echamos las sillas hacia atrás y adoptamos la posición de la grulla, para nuestra sorpresa el matrimonio ruso, hijo incluido, también mantenían esta posición. Puto karate kid. Quise cambiar entonces a la posición de Puño de Dragón, pero los bielorrusos ya se me habían adelantado rasgándose las camisetas y emitiendo los típicos gritos de Bruce Lee. Como dos años de pandemia y treinta de ver deportes por la tele no han forjado en mí un cuerpo de élite hice un último intento a la desesperada, y reclamé la ayuda de los animales de la casa lanzando el alarido de Tarzán, lo que conseguí fue que aparecieran los dueños, y unas cuantas risas. El momento fue muy revelador, cuatro barrios del mundo enfrentados por los perros de la guerra compartiendo no sólo filmografía, también raspones y caídas al abismo, dudas, y como no, sueños. En este caso conseguimos vencer el miedo, y utilizamos los cubiertos de la mesa sólo para comer...
De mi barrio, de mis tropezones, de los que me encuentro en el camino, y de los que me han acompañado toda la vida, he aprendido a superar el miedo, pero también las consecuencias de dejarse arrastrar por él.

Cuando veo la foto que ilustra el texto no solo veo mi barrio reflejado en ella, también todo el negocio de la destrucción. Escucho ladrar a los perros de la guerra alentando el miedo, poniendo fronteras, alimentando el negocio, ayer iraquíes, hoy rusos y bielorrusos, y mañana... El gran discurso de consuelo de la guerra es que en ella perdemos todos, y eso no es verdad, en la guerra, como en todo negocio, hay ganadores, de los de llevárselo muerto, basta con mirar la foto, y en cuanto a los perdedores, hace tres días nos reunimos alrededor de una mesa con voluntad de ser dulces tropezones y lo conseguimos, quizá fuera porque eso era lo único que queríamos ganar. Si no les plantamos cara ahora a estos discursos y les obligamos a cambiar de dirección, tarde o temprano, acabaremos entrando en el negocio del pito, pito, gorgorito.
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