Lobelia

Por José Javier Carrasco

José Javier Carrasco
13/08/2022
 Actualizado a 13/08/2022
cuerpos120822.jpg
cuerpos120822.jpg
Desde que recuerda, todo en su vida ha sido mínimo, pequeño. Él mismo es una miniatura de hombre. Casi un enano. Ahora mismo, en esta cabina en la que desenvuelve su trabajo de expendedor de gasolina, se ve confinado a un espacio de cuento, apenas cuatro metros cuadrados. La mayor parte de la jornada la pasa fuera, atendiendo. Cuando no hay ningún vehículo se mete en la cabina, se sienta y espera hasta que llega otro coche. Así, lo que dura su jornada de trabajo. Lo peor son los días de lluvia.

El tiempo que trabajó en aquel quiosco de prensa, su anterior curro, otra casita de muñecas, al menos estaba a salvo de los aguaceros. Aunque si tuviera que elegir se decidiría por este. En el quiosco, excepto alguna salida para coger una revista, debía permanecer sentado, sin moverse, aquí, al menos, hace un poco más de ejercicio. Hablar, eventualidad que tampoco echa de menos, no ha tenido que hablar mucho en ninguno de los dos. Comentarios intrascendentes, referidos al tiempo, o como mucho a algún acontecimiento destacado cuando estaba en el quiosco, o a las subidas y bajadas del precio de la gasolina, ahora en el surtidor. Frases escuetas, mínimas, reducidas a lo esencial, como en un telegrama, que recuerda a la práctica de los jíbaros o a la del jardinero de bonsáis. Vuelve a casa andando, sin prisa. Si le apetece se detiene en cualquier bar y se toma una caña. Hojea el periódico y mira los números de la primitiva. Algo le empuja a jugar y algo le dice, también, que tendrá suerte, a pesar de que hasta ahora solo ha conseguido premios insignificantes. La frustración le dura poco. Apuesta siempre por los mismos números. No juega mucho, una apuesta, porque no le parece necesario apostar más para lo que se propone, obedeciendo, también en esto, a esa norma de su vida de reducir todo a lo esencial. No espera hacerse millonario, sino solo lograr el dinero necesario para escapar de aquella ciudad y poder empezar en Madrid. Pero antes viajaría a New York, la ciudad de los rascacielos, la ciudad en la que se desarrolla la trama de ‘El apartamento’, donde Jack Lemmon y Shirley MacLaine comparten todas las mañanas un ascensor. En realidad, la actriz y él son, en cierto modo, la misma persona.

Intentó escapar de aquella metamorfosis, por la que había terminado de ver en el televisor ‘El apartamento’, convertido en la protagonista. Creyó que lo ocurrido se debía al canuto de marihuana que se fumó antes de la cena. Se acostó, pero no logró dormir. Salió a pasear. Era sábado y pensó acercarse por un pub. La gente con la que se cruzaba le miraba con una curiosidad morbosa que le puso nervioso. Era como si en realidad se hubiera transformado en una tarántula que paseaba su insomnio entre otras criaturas igual de extrañas y especiales. Dentro del pub buscó un lugar apartado en la barra y pidió un gin-tonic. Sentado en un taburete que bailaba, se lo bebió a grandes tragos. La camarera le colocó delante un plato con gominolas cuando pidió una segunda consumición. Esta vez bebió a pequeños sorbos con los que empujaba la pasta gelatinosa de las gominolas, sus grumos dulces, empalagosos. Apenas prestaba atención a la música que ponían, abstraído en sus pensamientos. Empezó a sentirse un poco mejor, menos cohibido. Desde el otro extremo de la barra, una pareja de gais le observaba. Hicieron un comentario y se rieron dándole la espalda. Vestían el mismo tipo de chupa negra con dos alas dibujadas mediante tachuelas plateadas. Al verse reflejado en un espejo descubrió que un trozo de gominola había escapado de su boca y estaba pegado en la barbilla. Era de color rojo y recordaba la forma y el aspecto de una mariquita hinchada.

Se dejó barba y empezó a corregir aquellos movimientos involuntarios, hasta entonces inadvertidos, en los que asomaba su segunda naturaleza. Evitaba los lugares de ocio donde antes solía ir. Se aficionó a la lectura y la mayor parte de su tiempo libre lo pasaba leyendo. Cambio el trabajo del quiosco por el de la gasolinera. Hace unos días le correspondieron algo más de doscientos euros de premio. Lo interpretó como una buena señal. Pensó comprarse un animal de compañía con el dinero, pero decidió esperar a encontrarse ya viviendo en Madrid, probablemente en el barrio de Chueca, si se animaba a salir del armario, para dar el paso de ocuparse de un animal. Cuidar de otro ser vivo exigía un grado de responsabilidad del que aún carecía. Empezaría con una planta. Recordó una revista de jardinería de las muchas que pasaron por sus manos en el quiosco y que en ocasiones hojeaba. En ella aparecía una planta pequeña como él, llamada lobelia, de diminutas flores moradas brillantes; destellos efímeros sin otro fin que hacer la vida un poco más grata a quien se tomara la molestia de cuidarla. Se acercó por una floristería y preguntó por ella. Le dijeron que podrían tenerla en unos días. Hoy se cumple el plazo dado y al salir del trabajo se acercará a recogerla. La tendrá unas semanas en casa antes de trasladarla a la cabina. Un coche se sitúa al lado de un surtidor y el conductor asoma por la ventanilla sonriendo. Viste un traje blanco y tiene un vago parecido con Jack Lemmon. Antes de que salga a atenderle, se ha colocado en la puerta de la cabina con un revólver en la mano, exigiéndole que le entregue la recaudación. Incrédulo, ve el fogonazo del disparo cuando el atracador tropieza en el escalón de entrada. Se abalanza sobre él y busca el dinero. Nada más cogerlo, escapa, después de pisarle una mano y dirigirle una mirada extraña, de asco, como la de quien descubre una mosca en la sopa. La cabina se pone en marcha y sube, sube velozmente en dirección al punto de fuga de sus ojos, que luchan por mantenerse abiertos.

Basado en la fotografía del artículo de ‘Trazos’ titulado ‘La masificación o la cabina de Cepsa’ aparecido en LNC el 22 de abril de 2020.
Lo más leído