17/02/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Lo leí en la encíclica sobre la santidad del papa Francisco, cuando habla de los ‘anawin’ del Señor (traducible del hebreo por pobres, mansos, sencillos) y dice: «Alguien podría objetar: ‘Si yo soy tan manso pensarán que soy necio, que soy tonto o débil’. Tal vez sea así, pero dejemos que los demás piensen esto… Reaccionar con humilde mansedumbre, esto es santidad». Créanme que, al leerlo, al instante puse detrás nombre y apellidos.

Ahora puedo desvelar aquella asociación de ideas, porque en quien servidor pensó se nos fue en la madrugada del pasado Domingo. ¡Hasta acertó a irse a la hora de maitines en el Día del Señor! Algún otro santo había dicho, cuando se acercaba su viaje último, que se iba a ir a cantar maitines al cielo. Y he escrito ‘otro’ con toda la intención. Aun contando con la limitación humana, antes de amanecer el pasado día 10 se nos fue derechito al cielo Don Santiago Lozano Reyero, 80 años de edad y 57 de sacerdocio, párroco emérito de Palanquinos, después de haberse gastado en la cura de almas y de cuerpos, siempre con el padre Esla cerca. Del regazo de Dios había llegado a Sahelices de Sabero y de allí partió al mismo destino, al amor de la lumbre de sus familiares, que lo quisieron con el mismo afecto y detallismo que él tuvo siempre hacia ellos, particularmente hacia su hermana Nieves, que de cuidadora pasó, más que a cuidada, a mimada.

Don Santiago fue un hombre de una bondad natural esplendorosa. Su ingenuidad era una luminaria que nos transportaba a lo que en teología se llama el «estado de gracia original». Era todo transparencia, candor, capacidad de asombro. Vivía con la ‘malicia’ de un niño grande que anotaba y repetía las palabrejas pedantes que utilizábamos los demás en nuestras disquisiciones estériles. Nunca le faltó la alegría, que él coronaba con una risa fácil, siempre cerrada por un «¡Ay!», al que añadía agudos y chispeantes comentarios.

Vivió sacrificadamente, de lo que saben quienes visitaron sus casas rectorales caldeadas por un afecto exquisito, y el manillar de su moto y de sus bicicletas, y el asiento del tren que lo devolvía, sin comer, a la parroquia tras acudir a cosas diocesanas a unas horas en que otro habría desfallecido. Un hombre así tenía que ser, sin duda, un buen pastor. Y lo fue. Querido por sus feligreses (¡la que prepararon en Villapadierna, cuando se le trasladó a otro lugar!) y admirado por nosotros, sus compañeros. Gracias, Santi. Descansa en Paz y consíguenos a nosotros un poco, sólo un poco, de lo que tú fuiste.
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