29/10/2022
 Actualizado a 29/10/2022
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Aún recuerdo con cierta nostalgia agridulce mi primer amor. Se llamaba Eduardo. Vivía en Madrid y yo en Gijón. Teníamos entonces veinte años. Él me escribía a diario cartas de amor. O solamente cartas. Misivas en las que iba relatándome su día a día hasta que llegase el verano y volviésemos a encontrarnos frente al Cantábrico. No las escribía en un papel cualquiera. ¿Recuerdan el relieve del galgo en un blanco roto de textura irregular? Pues ese era el medio. Sobre azul claro sellado con lacre rojo. Como encabezamiento todas decían: ‘Queridísima’. Después el cuerpo del mensaje era variable, como las nubes. Despedida al uso, cariñosa y formal, casi decimonónica. Aquellas cartas me encantaban porque convertían el buzón en una caja de sorpresas llena de emoción. Después Eduardo, muy antiguo en algunas costumbres y muy moderno en otras, se pasó al email en cuanto sus tíos le regalaron su primer ordenador. Aquel cambio no me gustó nada. Comprendo que le diera pereza ir hasta el buzón más cercano, acercarse al estanco a por sellos, papel especial, lacre y secante, en fin, las piezas del ritual sagrado, pero recibir un ‘email’ en vez de la bendita carta perfumada degradó la relación, porque, háganse a la idea, la diferencia es algo así como recibir un ramo de rosas rosas fragantes a la puerta o recibirlas en foto por Whatsapp. Vamos, que no es lo mismo. Como se imaginan, terminamos. La correspondencia era la piedra angular.

La revolución tecnológica ha cambiado nuestras vidas mucho más de lo que pensábamos. Los cafés se van trasladando a videollamadas. Los niños de ahora salen menos, quedan para jugar en línea como zombis, no añoran lo que es sentir el viento en la cara. Los libros van abandonando el papel, la música está en dispositivos. Todo vive en las pantallas. ¿También el amor sucumbirá a esta muerte de lo auténtico?Hobbes tenía razón, somos lobos luchando contra nosotros mismos.
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