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Lo que enseña la muerte de Mijaíl

05/09/2022
 Actualizado a 05/09/2022
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La muerte de Gorbachov (sobre todo las horas que han seguido a su muerte) ofrece una lección acelerada del mundo en el que nos encontramos. Es posible que el ex líder ruso, el hombre de la mancha, al que se podría llamar así también por lo quijotesco de sus esfuerzos políticos, puedo cometer errores, pudo incluso fracasar, como dicen algunos, en su intento de cambiar el curso de la historia en esa parte del mundo. Como suele suceder, Gorbachov se convirtió pronto en un político mucho más popular en el exterior que en su casa, y eso ha sido así hasta su final, esta misma semana. La Rusia actual representa exactamente la idea contraria a lo que él buscaba, y así ha sido reconocido por sus propios dirigentes, empezando por Putin.

La construcción de su desprestigio, de puertas para adentro, se basa en la crítica a esa acelerada disolución del imperio soviético, que él propició, pero no faltan voces que resaltan algunas de sus virtudes, como su visión más internacional de la política, lo que explica su carácter de verdadero estadista, una dimensión que implicaba, más allá de lo doméstico, un giro decidido hacia el aperturismo, hacia los consensos, la libertad y la desactivación del peligro nuclear que caracterizó a la Guerra Fría. Aquellos movimientos, rápidos y sorprendentes, arriesgados sin duda, nos parecieron de inmediato un síntoma casi milagroso de modernidad, porque los que éramos jóvenes entonces deseábamos un mundo libre de peligros en el que era menester derribar muros y fronteras. Así fue como celebramos aquel improbable acuerdo (¡con Reagan!): el mundo cambiaba en cuestión de horas. Curiosamente, eso se ha convertido hoy en la mayor crítica a su legado.

La nueva visión hipernacionalista que crece en muchos lugares del mundo explica todo esto, y, sobre todo, la posibilidad de crear zonas de influencia que marquen un nuevo orden mundial, cuando occidente parece, o parecía, mostrar algunas flaquezas. La tentación del imperio siempre está ahí, y eso es válido para oriente y para occidente. La gloria romántica, el impulso mítico, siempre ha servido para mover los intereses de la gente a través de la propaganda y para engordar las pasiones patrióticas, aunque, a menudo, su utilidad para las personas ha sido dudosa, más bien ha generado desastres notables, por mucho que haya apuntalado el insaciable deseo de poder de algunos (a menudo, la verdadera razón que lo explica todo). La confrontación y el miedo son armas poderosas, aunque digan muy poco de la dignidad de la especie humana. Nada nuevo bajo el sol, en realidad.

La muerte de Mijaíl Gorbachov sirve, en efecto, para entender el mundo de hoy. El desmantelamiento de la confianza y el uso de la tensión y de la confrontación en las relaciones entre los pueblos, y entre los ciudadanos, ha provocado un giro enorme en la política internacional, con el florecimiento de liderazgos populistas, simplistas, demagógicos, que abominan del pensamiento profundo y quieren volver a la simplificación, a las ideas mitológicas y al tremolar de las banderas. El miedo al conflicto nuclear, que agitó gran parte del siglo XX, un siglo trágico de cualquier modo, se diluyó gracias precisamente a algunos líderes que tuvieron una visión global, por encima del egoísmo local. Pero las luchas de poder siempre terminan imponiéndose y la razón se ve sacudida por una nueva visión del mundo que se apoya en los vientos de odio que se agitan en las aguas turbulentas de las redes sociales, en la necesidad de marcar una imagen y un perfil mediático, en la bisutería de la propaganda y en la manipulación de los ciudadanos.

En el mundo actual se considera que la confrontación sistemática y el desacuerdo son síntomas del buen hacer político, aunque, en realidad, suelen ser síntomas de inoperancia y de una mirada mezquina. Una revolución humanística que nos devuelva la complejidad del pensamiento (tan necesario para alimentar las democracias, que crecen en la inteligencia) se impone. Pero sólo podrá ser una revolución ciudadana. La modernidad tiene que construirse sobre una renovación del lenguaje, que ahora mismo está dominado y controlado por los intentos de manipulación de la sociedad. El neoautoritarismo y el dogmatismo se abren camino, promoviendo la promesa vacua de un mundo en el que unos se impongan a los otros, bajo la estricta vigilancia, el dominio tecnológico y el control de las opiniones. La ilusión de un mundo en el que está mal vista la capacidad creadora de los individuos y se prefiere una realidad medida que incluye no pocos elementos de censura.

La muerte de Gorbachov pone sobre la mesa ese giro peligroso que abomina del acuerdo y de la mirada amable, porque son considerados síntomas de debilidad. La acción política se está sustituyendo en muchos lugares por una sintaxis de hierro que, finalmente, no significa nada, no puede solucionar nada, pero si ha de marcar severamente bandos opuestos dispuestos a no coincidir nunca. El prestigio parece estar en la discusión en bucle, en la ausencia de empatías, en la creación de aristas y de posturas irreconciliables. Exactamente lo contrario a lo que debería ser. Estamos ante el desarrollo de relaciones humanas patológicas, en las que la virtud parece estar en la dominación, en vencer la mano del vecino, en doblegar aquello que no coincide exactamente con nuestra opinión, por supuesto, la única verdad verdadera. Resulta increíble que la historia de la cultura, la evolución del ser humano, esté desembocando en el siglo XXI, el que se suponía que debería ser el siglo del futuro, en un mundo propenso a la humillación del contrario, a la siembra del odio y al elogio de lo maniqueo y de superficial, ese alimento de los demagogos. El predominio de liderazgos que descreen de las elites intelectuales y no muestran excesivo respeto por los científicos, por la razón, es el síntoma evidente de la verdadera enfermedad de este tiempo. Vamos camino de un grave retroceso en las relaciones humanas que muchos líderes políticos no parecen capaces de restaurar y otros, simplemente, no quieren.

No es extraño que Europa resulte molesta a muchos y sea atacada sistemáticamente. La idea de la concordia y el trabajo en común, la anulación de las fronteras interiores y la búsqueda de un mundo más amable, no concuerda con esas nuevas ideas de dominación y de absurda superioridad. Desde luego que la política deja de tener sentido, si sólo propicia miedo y se olvida de la felicidad de los ciudadanos. Hay que reconstruir el Humanismo.
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