24/07/2016
 Actualizado a 07/09/2019
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Sólo a los poetas se les ocurre decir que uno no muere cuando ha dejado de existir, que muere de manera cierta cuando todos lo han olvidado y lo borraron sin querer –e incluso queriendo– de su memoria; que deja de existir cuando nadie guarda alguno de sus gestos, ni recuerda siquiera su nombre.

En realidad, cualquiera de nosotros, sin ser poetas, hemos soñado alguna vez con recuperar el perfil, o la voz, o los ademanes de personas que llegaron a compartir nuestros momentos más íntimos.

De mis anteriores generaciones familiares, recuerdo tan sólo la figura de mis dos abuelas: baja y rechoncha la madre de mi padre, y esbelta y delgada la de mi madre. Cualquiera que me conozca sabe de sobra –aunque no venga a cuento– que yo he recibido los genes de mi madre, no en vano conservo el documento que recibí en el Ferral del Bernesga, donde me tallaron cuando hice la mili: 1,85 (dice la maliciosa Mayra que no es posible que haya caído tan bajo).

Ellas dos, por lo que a mi concierne, mantienen viva su existencia, y a veces me ensimismo y la recuerdo (a la madre de mi madre) reprendiéndome porque hurgaba en la colmena de las abejas que tenían en la casa de Llamas de Rueda: «Manolín, guapo, ten cuidado que como te piquen vamos a tener un telar».

Y vaya si lo tuvimos aquel día, cuando me llevaron amoratado, con la urgencia que requería el cartel de entrada del hospital. Mi abuela por parte de padre sigue viva en mi memoria porque era roñosa a la hora de las propinas y por la verruga que «adornaba» la comisura de sus labios (mutatis mutandis, los que me han oído hablar de ‘la otra abuela’ saben que he heredado de ésta, si acaso, su sarcasmo y su parsimonia).

A todos doy vida con mis espasmódicos recuerdos, sobre todo a Manuel, mi padre, un dulzainero en su juventud y un mozo de estación de Renfe y un jardinero, pero, sobre todo, un hombre con una caligrafía singular que ningún historiador familiar acierta a saber de quién pudo heredar concesión genética tan sublime, pues nadie le conoció otra ocupación que la del pastoreo o la referida de dulzainero en las fiestas del pueblo.

Quiero decir con todo ello que, por la parte emocional de la que disponen los descendientes, cualquiera puede estar en disposición de «revivir» a sus abuelos o a sus bisabuelos (o al abuelo o bisabuelo de algún amigo).

Y eso era lo que, convertido en poeta, trataba yo de expresar cuando recurrí a mi hija para que intermediara ante su pequeña, la recién nacida Vera, como si estuviese seguro de que tan sólo ese fugaz recuerdo bastaría para perpetuarme cuando yo vaya a desparecer: «…Nunca habrás de revelar a tu hija mis penurias / el lado oscuro de mi existencia / el tedio y el fracaso / que acompañaron / mis noches de insomnio. / Háblale de mi juventud / de mis piernas recias cuando eras niña, / de mi bonanza espiritual / repartiendo en broma los consejos. / Presta tu voz / a la interpretación de mis canciones / y haz mío tu cuerpo cuando la abraces / para que yo sienta su latido / desde lo abismal».
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