15/01/2022
 Actualizado a 15/01/2022
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Resulta curioso oír el lamento de esos políticos que reprochan a sus adversarios que nunca les llaman («El Señor Presidente no me llama»), cuando la verdad es que hacer o recibir llamadas por teléfono se ha convertido en una práctica de mal gusto. La generación de los millennials y los zeta (qué manía de clasificar todo, de virus a ciclones) se niegan a responder cuando les telefonean, limitándose a interactuar por wasap o la correspondiente red social. El zumbido o el ring ring de toda la vida les parece una intromisión grosera, cuando no ominosa, propia de zoquetes o de gente rancia. Buena culpa la tienen esas empresas que llevan años hinchándonos las pelotas, flagelándonos durante el almuerzo o la siesta y, lo que es peor, transformando a sus empleados en operarios psicóticos que te persiguen obsesivamente. A meterlas en cintura es a lo que se debería dedicar el verboso ministro Garzón, que ha venido a sacar una Ley que deja las cosas parecidas y les sigue garantizando el abuso y el atropello. El caso es que, si recuerdan, hubo una época donde llamar por teléfono desde muchos lugares era una tarea titánica, cuando no un verdadero milagro. En algunos pueblos de León había solo un aparato tristón y los pasos se pagaban bajo criterios o tarifas tan arbitrarias que lo de telefonear se volvía cosa de caciques. Las madres gritaban a los hijos cada vez que levantaban el teléfono, recordándoles el importe de la última factura. En este país de pícaros la situación nos llevó a la búsqueda de recursos desesperados, como aquella famosa moneda con un orificio y un hilo de tanza con la que podías tirarte horas hablando desde una cabina (imaginemos por un momento que nuestros retoños tuviesen que hacer algo parecido para arrancar la play station). En ese escenario, recibir una llamada te ponía los pelos de punta, pero si era a la hora que habías acordado con tu chica, el sonido poseía un timbre celestial. Otras veces saqueabas el monedero de tu madre para reunir un puñado de monedas que te permitiesen hablar con ella unos minutos más. Luego salías de aquellas cabinas que ocupaban chaflanes desolados, a merced de la oscuridad y del viento. Y regresabas a casa saboreando sus últimas palabras, oh, mon Dieu, aquellas que, al igual que los cigarrillos de la juventud, guardabas enamorado en los bolsillos del corazón.
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