16/04/2021
 Actualizado a 16/04/2021
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La cubierta exhibía la imagen de una adolescente de pelo largo, ojos cerrados y expresión entre el dolor y el placer. Era un libro del que se hablaba en voz baja entre los adultos. Se titulaba ‘Nacida inocente’. Y contaba la retorcida historia de una niña maltratada por sus progenitores alcohólicos, que un día se escapa de casa y acaba en un reformatorio. Mis padres, abonados al Círculo de Lectores, lo compraron y lo leyeron. Los oía cuchichear sobre el libro un poco escandalizados. Lo ocultaron en el fondo de la librería del salón. Pero claro, eso no fue más que un acicate para mí. Empecé a leerlo a escondidas. Recuerdo que se lo iba contando a mis compañeras de clase de piano como si fuera una telenovela por capítulos. La historia, que tenía un punto casi gore, me horrorizó, con ese horror infantil teñido de fascinación.

‘Born to be innocent’ fue un éxito en EE UU; también lo fue la película de título homónimo estrenada en 1974 y protagonizada por Linda Blair –sí, la niña de ‘El Exorcista’, con eso queda claro el estilo tremendista–; y lo fue su traducción al español en esa políticamente incorrecta España de la Transición.

Tras esa primera incursión en el territorio de los libros prohibidos se abrió la veda. Empecé a hurgar en la biblioteca de mis padres, sobre todo en la segunda fila de libros. Lo siguiente que cayó fue ‘Últimas tardes con Teresa’, de Marsé. Todo me atraía y asombraba, el ambiente que describía, el erotismo, el macarrismo despreocupado del Pijoaparte. Después llegó ‘Cien años de soledad’. Ese arranque de «muchos años después frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo» me atrapó al instante. ¡Y la descripción del hielo como si fuera un gran secreto! El autor –yo aún no sabía quién era ni me importaba– convertía algo habitual en un fenómeno de otro mundo: el extrañamiento. De eso me di cuenta ya. Yo debía andar por los 12 o 13 años. Pero había descubierto que existía un universo inabarcable más allá de Julio Verne, Enid Blyton o C.S. Lewis. Un universo que contenía libros misteriosos, a menudo incomprensibles, pero siempre fascinantes. Me daba igual que fueran buenos, regulares o pésimos. La calidad no me interesaba, me interesaba el placer del hallazgo. Casi me da envidia recordar aquella niña que descubría la literatura. A veces pienso que me gustaría volver a sentir esa voracidad libresca que se llevaba todo por delante.
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