09/05/2021
 Actualizado a 09/05/2021
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Envío estas letras de un lado al otro del toque de queda y la verdad es que no tengo nada claro el viaje. Las escribo en un tiempo en que las calles se quedan vacías a las diez de la noche y las leerás ya después de ese punto de inflexión ansiado por muchos y despreciado por otros. Por el medio hubo anoche dos horas de nada, minutos vacíos, un largo rato de contradicción que viene a demostrar que el virus deja secuelas en los seres humanos y también en la normativa de la administración, en forma de restricciones residuales que nadie alcanzar a entender. El BOE, a estas alturas, acumula ya más borrones que la lista de la compra. Siempre hay tristes de guardia dispuestos a sulfatarte con su monserga, da igual que haya pandemia o no, de modo que habrá que escuchar «pues a mí no me ha afectado en nada lo del toque de queda, así que me pienso seguir quedando en casa digan lo que digan» a esa gente que nunca está de acuerdo con nada, seguramente los mismos que te decían que ellos iban a seguir saliendo a la calle cuando se impuso toque de queda porque «nos vamos a acabar contagiando todos», así, como queriendo consolarte. Me refiero a ese tipo de pusilánimes que se atreven a llamarte por teléfono «sólo para saber qué tal estás» en medio del partido del siglo o de la más trascendental de las confesiones de Rociíto, cuando lo que en realidad quieren es contarte qué tal están ellos, que suele ser mal. El confinamiento aceleró el amorugamiento del personal y, de pasar tanto tiempo en el nido, algunos han desarrollado tal agorafobia que su mejor momento del día es el de volver a casa «a encontrar todo igual», como cantaba Calamaro. Quizá pase lo mismo con el toque de queda y alguno termine echando de menos el silencio que te permitía escuchar cómo da las horas el reloj del vecino de enfrente.

Si estás leyendo estas letras significa que ya ha acabado la pandemia. Sé que los epidemiólogos dicen otra cosa, que hay que mantener todas las precauciones durante muchos meses y que pasarán años hasta que en todo el mundo se contenga su voracidad, pero en este país somos tan chulos que parece que el virus ha sido derrotado por las urnas en lugar de por la vacuna. Al otro lado, al parecer, ya disfrutas de libertad, la última palabra que la deriva de la política nos ha usurpado. Resulta ya tan manoseada que casi dan ganas de renunciar a ella, por mucho que haya costado conseguirla y por ejemplar que resultara la lucha de quienes libraron esa batalla. A la política en general y a la economía en particular, cuando se sienten acorraladas, le gusta siempre atacar al diccionario. Ya antes habían hecho que recortes y ajustes se conviertan en sinóminos y que las preferentes fueran el antónimo de sí mismas. Ahora se han lanzado a por la libertad, que lleva en su significado todas sus contradicciones, hasta el punto de que, como no podía ser de otra manera, cada cual es libre de decidir lo que es libertad y lo que no. Así, para los presos libertad es el fin de sus condenas y para algunos madrileños libertad puede ser simplemente tomarse una caña con los amigos en una terraza.

Como el mundo lleva más de un año del revés, Isabel Díaz Ayuso ha sido la abanderada de la libertad en las elecciones que acaba de ganar en Madrid, a las que hemos tenido que asistir desde el resto del España quisiéramos o no. La situación recordaba a la de tener que enterarte de la vida de tu vecino aunque no te interese lo más mínimo. No en vano, antes de apropiarse nada más y nada menos que de la libertad, Ayuso dijo que «Madrid es España dentro de España. ¿Qué es Madrid si no es España» y, al contrario que Rajoy con que si es el alcalde el que pone al vecino o el vecino el que pone al alcalde, ella no terminó siendo devorada por su propio trabalenguas. Como ya no sabe uno ni lo que es la libertad ni lo que es España, se agradece que todos los socialistas se hayan pasado desde la medianoche del martes repitiéndonos que «bueno, bueno, pero España es mucho más que Madrid». Por aquí no nos habíamos enterado.

Aunque empezara con las redes sociales del perro de Esperanza Aguirre, el currículum de Ayuso sigue engordando y engordando. En cuanto a formación no destaca demasiado (licenciada en Periodismo), pero en su sala de trofeos ya cuelgan las cabezas disecadas de Edmundo Bal, pese a que los militantes de su partido acaban de ser declarados especie en extinción, y de Pablo Iglesias, el abanderado de las lecciones de moralidad. Este último se jubiló en la noche del martes, a los 42 años, y para justificarlo vino a dar exactamente los mismos argumentos que antes daba para explicarnos por qué era urgente su presencia en los parlamentos y pedirnos el voto. Añadió que era necesaria la feminización de la política española, que tampoco nos habíamos enterado, dado que era justo el día en que le acababan de superar en votos tres mujeres después que él hubiese desplazado a la candidata de su partido. Terminó con unos versos de Silvio Rodríguez no aptos para diabéticos, aunque quizá le hubieran venido mejor los de otra canción de cantautor cubano: «La libertad nació sin dueño / y yo quién soy para robarle cada sueño. / Yo te quiero libre como te viví / libre de otras penas y libre de mí».
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