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León y la necesaria modernidad

04/10/2021
 Actualizado a 04/10/2021
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El viejo debate entre la tradición y la modernidad es seguramente inútil: siempre habrá quien crea que la tradición es un obstáculo para la modernidad, y quien piense que ésta última juega a favor de la globalización, el beneficio de las grandes corporaciones, la pérdida de identidad y la destrucción de la memoria del pasado. Por tanto, lo más sensato sería logar una amalgama de ambas ideas, una colaboración productiva entre ambos conceptos. Conseguir que, en lugar de ser percibidas como tendencias opuestas, cuando no excluyentes, la tradición y la modernidad colaboraran sería quizás la mejor manera de mejorar la vida presente, y, a poder ser, la vida futura.

Nunca he sido muy nostálgico. Y, la verdad, soy escasamente tradicionalista. Nunca he creído que ningún tiempo pasado haya sido mejor que el actual, a pesar de todos los pesares. Aunque, con la deriva que está tomando el mundo en algunos asuntos, hay días en los que uno está tentado de cambiar de opinión. Y casi comprendo a los que lo hacen. Pero no: en conjunto, es cierto, el mundo ha mejorado, y raro y decepcionante sería que no fuera así. No estoy tan seguro de lo que pueda suceder a la vuelta de cien años, aunque ni usted ni yo estemos aquí para verlo (salvo que mejoren mucho, y muy rápido, las técnicas antienvejecimiento).

También sé que cualquier época ha sido escéptica con respecto al futuro. Tendemos a tener esa percepción de que las cosas se están torciendo, y luego, al menos hasta ahora, salimos adelante. Pero son tales los retos que se nos plantean, especialmente en lo que se refiere al estado del planeta, que por primera vez hay dudas muy serias sobre ese futuro que nos espera, si no a nosotros, al menos a nuestros hijos. Es evidente que hace falta un cambio profundo en las costumbres, en la manera de conducirnos, en nuestra relación con los recursos naturales, pero me temo que ese cambio está aún en sus inicios, no se ha formulado adecuadamente, necesitará tiempo, y, por supuesto, cuenta con múltiples detractores, que no creen una palabra sobre las amenazas crecientes.

La verdadera modernidad no consistirá en el progreso masivo e incontrolado, sino en el progreso inteligente. Para eso se necesita ciencia y solidaridad. Los que defienden la tradición aseguran que la aceleración del presente es responsable de mucho de lo que nos está pasando. La lentitud, que tenía que ver con el amor por las cosas, ese demorarse en los guisos, o en las conversaciones en torno a la mesa, ha pasado a considerase síntoma de poca eficacia, de holgazanería, cuando no de pérdida de tiempo. Pronto habrá talleres, si no los hay ya, que enseñen a perder el tiempo como terapia. Como quien recupera una vieja costumbre.

Muchos aspectos de la tradición se viven hoy de manera simbólica. Los recuperamos como parte del paisaje, como acicate para el turismo (que ama reconocer el pasado, aquello que fue y ya no será), o para subrayar y potenciar aspectos identitarios. En fin, no me parece mal. Esta ciudad (y esta provincia) es pródiga en celebraciones muy enraizadas en la tradición, y no sólo la religiosa, como acabamos de vivir, sin ir más lejos, estos días. Hay todavía un fuerte pálpito de otras épocas, de acontecimientos históricos que se consideran fundamentales para entender nuestra forma de ser, se mantiene un recuerdo elogioso y emocionado, por ejemplo, de las profesiones desaparecidas o heridas de muerte.

En realidad, pienso que los territorios más olvidados, aquellos en los que ha costado mucho construir la modernidad y el progreso, siempre a remolque de otras latitudes, siempre a base de un esfuerzo titánico y sobrehumano, tienden a sustentar su orgullo más en la historia, en los logros de los antepasados, en ese poder que se deriva de los mitos que potencian la tribu, en las narraciones que desde el pasado construyen el edificio de la épica. Nada que no haya ocurrido en muchísimos lugares. Nada que no sea comprensible.

Pero el verdadero valor de la tradición reside, a mi entender, no en el ensimismamiento en el pasado, sino en la capacidad de esa tradición para crear una nueva modernidad. Sobre las narraciones, las leyendas, los mitos y los ritos ha de construirse el tejido de la nueva historia, y eso implica una voluntad transformadora, respetuosa, sí, pero transformadora. La modernidad no puede basarse fundamentalmente en la recreación del pasado, ni en la nostalgia, ni siquiera en el comprensible orgullo como pueblo, sino en una voluntad de progreso que permita a una comunidad de personas enfrentarse a los retos nuevos, transformar sus vidas, lejos de vivir en ese ensimismamiento tantas veces paralizante que da la nostalgia de las glorias perdidas, lejos de caer en la inacción, o en el victimismo. No puede entenderse la tradición sin una proyección abierta y decidida, no se mejora sólo con conservar, sino con construir y progresar sobre lo conservado.

Pienso en todas estas cosas mientras León sigue enfrentándose a las dudas que ofrece el presente. Son para todos, es un tiempo confuso. El comienzo de siglo está lleno de contradicciones, de nuevos dogmas: este tiempo está por definirse. Hace tiempo que León reivindica, con toda justicia, el fin del olvido, que en realidad está enquistado en muchos territorios de interior, y que afecta, sobre todo, al ámbito rural.

Sé que hay un cierto hartazgo con esto. Se dice que se habla mucho de despoblación, de abandono, de parálisis, pero hacen falta hechos más que palabras. De la Mesa por León se ha sabido poco, o nada, durante meses. Ahora, al parecer, se abre a los ciudadanos, lo que parece sensato siempre que sean tenidos de verdad en cuenta. Se habla de un Plan Estratégico en marcha con múltiples proyectos, pero se mira de reojo a los presupuestos, que es, finalmente, donde se corta el bacalao. Quizás al fin sea el momento.

Pero la modernidad es mucho más que eso. Es una filosofía, es un cambio en las formas de hacer política. Bienvenidos los proyectos trasformadores, pero es necesario ofrecer una mirada a largo plazo, dar seguridad a la gente, cambiar el paso. Me alegran las inversiones recién prometidas para el internet rural, porque sólo así se podrá ofrecer una nueva vida en los pueblos que no sea percibida como una vida de segunda clase. Lo decían bien claro los vecinos reunidos en Geras de Gordón el sábado, dentro de esa campaña reivindicativa del rural que viene a llamarse «la revuelta de la España vaciada». Pocos pueden manifestarse, porque ya hay poca gente en los pueblos. Pero no por eso dejan de estar llenos de razón y de dignidad.
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