León, una ciudad en éxtasis

César Pastor Diez
28/01/2021
 Actualizado a 28/01/2021
En los ámbitos de nuestros viejos pueblos leoneses abandonados descansa la naturaleza de las luchas de ayer, y los cipreses en la calma parecen banderas plegadas.

Pero, amigos míos, no elogio la muerte sino una vida superior; no la inmovilidad sino la perpetuidad. No quiero los templos de Angkor ahogados por la selva y por las ruinas. Angkor no vive ya, sus moradores se marcharon, como los habitantes de nuestros pueblos, que han dado descanso a la naturaleza con la que ellos lucharon y le arrancaron el sustento durante siglos; unos pueblos que ahora, sin arrimo de hombres y mujeres, han quedado sin alma.

Miles de murciélagos pueblan hoy las bóvedas enormes de interminables galerías carboníferas de nuestros abandonados pueblos leoneses, colgados de las uñas, cabeza abajo, como pingajos de bandera de un reino destruido. Aquello no es rescoldo vivo, sino ceniza muerta.

El turismo era como la abeja que buscaba las flores, pero hoy apenas hay turismo aunque las abejas sigan libando las flores. El único turismo que ahora nos visita es la maldita pandemia del covid-19 que parece haber venido para amargarnos la existencia.

Pues bien, a pesar de los pesares, yo sigo viendo a León como una ciudad activa pero en éxtasis, que es la grandeza de la quietud y el silencio, aunque suenen cláxons o sirenas en sus calles. Elogiamos la ciudad en oposición a la selva, igual que elogiamos el orden contra la anarquía. En León abundan todavía construcciones de sillares y mampuestos de granito. Esos están en éxtasis, pueden cantar himnos a la perpetuidad.

Subid a las Médulas leonesas de oro viejo, al Mulhacén, al Himalaya. Tras descansar por el esfuerzo de la subida, ¿no notáis en seguida el descanso confiado de las cosas en el pecho invisible de la Divinidad? Las montañas se yerguen como protagonistas del paisaje encantado, mientras que en la ciudad los actores son la mujer y el hombre, que ha tallado las piedras, ha ordenado los muros y erigido cúpulas y torres. En la ciudad lo natural ha recibido el sello de lo humano; la materia ha cobrado la magia del espíritu, el leño se ha hecho casa, y la roca, capitel. Durante muchos siglos, una ciudad era un reino y sus cíngulos de piedra encerraban nuestros amores actuales de patria grande y chica. En León queda en pie el testimonio de los Cubos que tantas veces contemplaba yo con los ojos candorosos de la niñez sin saber qué función ejercían aquellos torreones cilíndricos enlazados entre sí por lienzos de muralla.

A las ciudades modernas, escasas de sillares y sin cinturones de piedra les falta consistencia para alcanzar longevidad. Así vemos edificios construidos hace solo diez años que ya reclaman la aplicación de un andamio para reparar sus desperfectos. Les falta firmeza, solidez y ancianidad para que puedan aspirar al éxtasis. Pero les falta, sobre todo, alma pétrea, aunque los habiten almas humanas.

¿Y la quietud? ¿Dónde está la quietud en nuestro agitado mundo?

La quietud ha de buscarla cada uno en el interior de su mente y de su corazón. Y si le queda algo de religiosidad puede buscar la quietud en el silencio del santuario, ya sea el crucero de una catedral o un tosco ermitorio escondido entre montañas, como hicieron Chopin en Valdemosa y Bécquer en Veruela.

Sin embargo, aún quedan ciudades en algunas de cuyas calles se puede ir soñando sin miedo a que le rompan a uno el sueño. Tal es Salamanca donde Unamuno hallaba aquellas horas cuadradas y aquellas horas cúbicas que multiplican los minutos, y donde yo mismo pude comprobar que a mediodía se cerraba la circulación rodada en algunas calles para que los restaurantes poblaran de mesas y sillas la calzada de manera que los comensales pudiéramos admirar el radiante espectáculo de las fachadas catedralicias. O sentarse a tomar un refresco en una cafetería del centro para contemplar la plaza mayor más hermosa del mundo. ¡Salamanca! Toda ella alcanzó, ya hace siglos, el éxtasis de su grandeza.

Pero volvamos a León y repasemos su obituario y su hagiografía. Empecemos por San Marcelo, antiguo centurión de la Legio VII y sus tres hijos, convertidos al cristianismo y martirizados después, lo mismo que Vicente de León y San Ramiro. Y en el Panteón de los Reyes de San Isidoro (llamado antes San Pelayo) yacen no pocos muertos inmortales.

Hoy que tengo el espíritu como en estado gaseoso, permitidme terminar escribiendo para León un sentido panegírico. En el León antiguo todavía está la casa en que vimos por primera vez la luz del mundo, ese horizonte que vemos siempre como el dulce nido donde nos ha abrigado la mano de Dios en nuestros primeros años, ese resorte familiar con los palacios y las iglesias que lo limitan, con su cielo azul o gris. Ese horizonte cuyo centro fue la bendita casa de nuestros padres y la cuna donde cada uno de nosotros fue mecido y arrullado es lo único del mundo externo espiritualmente nuestro, porque es lo único que conocemos íntegramente, con el mismo conocimiento que tiene el pájaro de su nido y que es producto directo del instinto de vivir. Todo lo demás es para nosotros una realidad a medias, que llegamos a conocer y amar por las vías de la razón, pero que jamás podemos penetrar íntegramente, porque en ella nuestra humanidad no tiene hundidas sus raíces.
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