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León muy solo

26/04/2020
 Actualizado a 26/04/2020
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En la cola del kiosco, a la señora que iba delante de mí le sonó el teléfono. Fue una de esas conversaciones que tienes que escuchar aunque no quieras, cosa que siempre es mentira porque en cierto modo siempre quieres, y más ahora que todos hemos descubierto la vida vecinal que antes nos estábamos perdiendo. A la señora la estaba llamando su hija, que enfureció cuando le dijo que estaba en la calle, esperando para comprar el periódico. La escuché dar voces yo, que estaba a los dos metros de rigor, y probablemente todos los vecinos de la calle hasta el segundo o el tercer piso. La madre le puso tantas excusas y tan torpes que me recordó a mí cuando era un adolescente. «Ya lo sé, pero ha sido sólo un momento, de verdad. Es que me hacía falta... No, no hace falta que vengas. Si no hay casi gente. Vuelvo a casa en cinco minutos, te lo prometo. Que sí, que tengo cuidado».

Cuando eran las madres las que se preocupaban por las salidas de los hijos, cuando el mundo era mundo, la mía intentaba evitar que me fuera de fiesta con el peor argumento del mundo: «¿Por quéno te quedas jugando conmigo a las cartas?». Ahora que todas las tardes desgastamos la baraja me sorprendo no por la cantidad de cosas que el coronavirus ha cambiado, sino por las que directamente ha invertido. No sólo tiene que ver con que los hijos pongan hora a los padres, sino que va mucho más allá. Los que viven en los pueblos, por ejemplo, que antes a algunos les parecían poco menos que fracasados, son en esta época auténticos privilegiados a los que les venden la comida a la puerta de casa y pueden apreciar la llegada de la primavera. Los prepúberes, que siempre mintieron respecto a su edad en la puerta de las discotecas para que les dejaran entrar, se quitarán hoy los años que hagan falta para poder salir pasear, llegando incluso a coger la mano de sus padres si fuera necesario, toda una blasfemia en su retorcido sentido de la vergüenza hace un par de meses. El culmen de lo que el coronavirus ha volteado lo pusieron esta semana sobre la mesa unos médicos franceses: estudian terapias con nicotina porque creen que los fumadores combaten mejor el virus. Hasta hace poco, el mundo se limitaba a girar sobre sí mismo, pero ahora parece que se agita cada día como una coctelera.

Con la lógica dificultad para asumir el cambio de algunos conceptos, a la espera de que nos actualicen los diccionarios de sinónimos y antónimos, comprobamos la destreza con la que nuestros representantes políticos se mueven en este terreno, el viejo arte de discutir diciendo una cosa y la contraria al mismo tiempo, para cerrar todas las posibles escapatorias y asegurarse de paso el fatídico «ya lo dije yo». Ya llevábamos un tiempo en el que costaba diferenciar derecha e izquierda, pero ahora los criterios se van invirtiendo no según los partidos, como cabría esperar, sino según las instituciones o las comunidades autónomas, y por supuesto sus decisiones poco tienen que ver con la realidad sino con sus respectivos intereses. Quizá las cosas estén cambiando tanto que ahora tenga sentido apostar a ganar y a perder al mismo tiempo. Como al ver los discursos de Trump, el único consuelo que nos queda es pensar que en realidad tampoco manden todo lo que parece.

Con tanto cambio semántico, con tanta inversión y reconversión de términos por el camino, a provincias como León la política llega ya en forma de franquicia. Los ideales se reducen a las apariencias de las redes sociales. Esta semana, la víspera de la fiesta de Castilla y León, el Instituto Nacional de Estadística lo celebró con otro informe demoledor: la provincia perdió a lo largo del año pasado otros 3.764 habitantes, más o menos diez al día, como viene siendo la triste tónica habitual desde hace demasiado tiempo. En la última década, más de 40.000 personas han desaparecido de esta tierra, cifra que parece ambiciosa incluso para el mismísimo Covid-19. Ningún partido político se ha dado por aludido, como era previsible, por una tendencia demográfica que tiene toda la pinta de agravarse en los próximos años. Como tantas otras, esta crisis pasa ahora a un peligroso segundo plano, aunque tarde o temprano se nos irán sumando los dramas. En el actual contexto, suena especialmente inoportuna la solución que algunos ven pidiendo una autonomía propia, una reivindicación argumentada siempre por la historia y cada vez más por el padrón. Resulta ya tan desesperada que también llega a invertir lo que hasta ahora considerábamos normal: siempre eran las regiones ricas las que querían separarse de las pobres, por considerarse parasitadas, pero aquí es viceversa.

Cada día, a las ocho de la tarde, los leoneses salen a los balcones para aplaudir a quienes saben que les protegen contra la pandemia del coronavirus. Estamos deseando aplaudir también a quienes nos ayuden a luchar contra esta sangría poblacional que, si la analizase, quizá la Organización Mundial de la Salud también podría declarar pandemia, pero de momento no parece que haya motivo.
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