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León, ¿apostamos ya por la modernidad?

19/09/2022
 Actualizado a 19/09/2022
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Las pantallas nos han hecho enormemente globales, o, al menos, han permitido que tengamos esa ilusión de internacionalidad. Todo, creemos, está al alcance de la mano. Al menos, la posibilidad de preocuparnos de inmediato, pues, como es sabido, abundan las noticias negativas y tristes, quizás porque algunos consideran que sólo esas noticias deben ser consideradas como tales. Como dicen los ingleses, aunque el origen parece ser italiano, «no news is good news»: la mejor noticia es que no hay noticia.

Pero necesitamos saciar nuestra curiosidad, engullir todo lo que se sirve en las redes, por mucho que, como es sabido, gran parte de ese material es falso, o al menos mercancía averiada. Pensada tantas veces para alimentar las creencias de ciertas personas, esas que prefieren leer aquello que confirma sus opiniones y no hacer caso jamás a los que opinan de forma contraria. Una técnica poco recomendable para llegar a la verdad. Es lo propio de estos tiempos extremados, polarizados, emocionales, de los que algunos sacan tajada, pues nada es más fácil que reducir la realidad a esa simpleza maniquea que tanto ayuda a manipular a las personas. Como ya hemos escrito algunas veces aquí, las democracias necesitan complejidad y profundidad, no pueriles simplificaciones.

No soy partidario de la cortedad de miras, desde luego, ni de aquellos que se empecinan en no mirar más allá de las bardas de su corral (gente, incluso, intelectualmente sofisticada), pero creo que en no pocas ocasiones descuidamos lo propio en beneficio de ese mundo que las pantallas anuncian, con su energía, con su brillo fascinante, veinticuatro horas al día, algo que nos hipnotiza y que no siempre nos pertenece. Perdemos la perspectiva, equivocamos el significado de la modernidad.

Ya, ya sé que no es fácil evitarlo. Seguramente lo mejor es lograr un equilibrio entre lo cercano y lo lejano (si es que aún es lejano), entre lo local y lo global. Es un viejo debate, evidentemente. El poeta irlandés Patrick Kavanagh, que tanto influyó en el gran Seamus Heaney, aseguraba que lo parroquial es, finalmente, un reflejo o un trasunto de lo universal. La potencia de lo local es a menudo despreciada en favor de los brillos foráneos, simplemente porque nos llegan adecuadamente tuneados, con esa vitola de modernidad que no somos capaces de encontrar en las distancias cortas.

Por supuesto que no estoy defendiendo una dependencia absoluta de local y un desprecio de lo que sucede en otras partes. Lo que me preocupa es que, tantas veces, identificamos lo local exclusivamente con lo tradicional, con la pervivencia de usos y costumbres, celebraciones, festejos, personajes del pasado, en los que, de manera comprensible, algunos pueblos encuentran un sustento de sus señas de identidad, especialmente si esas señas se han visto difuminadas, o debilitadas, o borradas, por algunos episodios históricos.

Puedo comprenderlo. Pero creo que hay un apartado en esto de lo local y lo global que no ha sido suficientemente desarrollado, y es la búsqueda de la modernidad desde lo cercano (con referencias, por supuesto, a lo lejano), no solamente la defensa de lo tradicional, la pervivencia de lo antiguo, esa esencia tantas veces nostálgica, por mucho, ya digo, que sea comprensible.

La construcción de la modernidad implica seguramente la aceptación de elementos propios de la globalidad, y, sobre ellos, debe construirse lo local siempre de manera expansiva y abierta, en lugar de hacerlo hacia adentro, de una forma exclusivamente defensiva, autoprotectora, como quien se encastilla ante el miedo o ante la falta de aprecio exterior, porque de nada sirve el aislamiento (aunque el Reino Unido lo crea), y de nada sirve embeberse en viejas glorias ni arroparse en viejas banderas, ni siquiera como relato épico que nos levante el ánimo, porque eso es más propio de cantares medievales, en los que se insuflaba el espíritu del triunfo a los que escuchaban romances e historias, tantas veces construidas desde la ficción.

De nada sirve, en mi opinión, alimentarse de una nostalgia poco nutritiva, por más que este contexto emocional pueda ayudar. Por supuesto que la pervivencia de las tradiciones es importante y contribuye a formar una sólida base cultural, además de proteger patrimonios materiales e inmateriales que caracterizan a una comunidad de personas, pero si se olvida el progreso desde elementos del presente, si se pierde la carrera del desarrollo y la modernización, anclados en el desánimo o el escepticismo poco productivo, que tantas veces deriva en un victimismo que juzgo excesivamente cómodo, entonces de nada servirá haber preservado todo el perfume del pasado heroico, toda la herencia histórica. Es necesario instalarse inmediatamente en el presente, incluso más que en el futuro, regodearse menos en los agravios, aunque los haya, y proyectase con valentía en la reconstrucción de una tierra que, en efecto, se halla en muy grave peligro. Se requiere una acción inmediata, en mi opinión, para llevar a cabo una operación hercúlea de salvamento de esta provincia, y no pasa por el escepticismo ni la queja sistemática, que no suele producir grandes dividendos, sino por la acción.

La siembra del descrédito tampoco ayuda, esa cosa tan nuestra, o eso me temo, de preferir a veces la crítica amarga sin aportar elementos constructivos. Esto es extraordinariamente desalentador, pues tiene algo de bajar los brazos, de rendirse, de aceptar que estamos condenados poco menos que a la desaparición, aunque lo hagamos agarrados al brillo de otro tiempo. Hay que detener esa ola de desánimo, y, sobre todo, el victimismo y el escepticismo, de la misma manera que hay que moderar el recurso permanente a la nostalgia de los libros de historia, aunque sea un elemento importante de construcción de la identidad que nadie puede negar.

Hay que articular una mirada que implique apostar por una modernidad que se sacuda prejuicios, que en lugar de tirar del memorial de agravios (insisto, por más que se acumulen), sea capaz de presentarse como un pueblo capaz de abanderar los nuevos retos. Es el tiempo de la universidad, las nuevas energías, la proyección tecnológica y médica (ambas muy urgentes y por las que hay que apostar con gran decisión), el desarrollo de políticas del agua y contra la destrucción de la naturaleza, porque el cambio climático afecta especialmente a esta tierra. Necesitamos ciencia y acción, no victimismo continuado, ni esa sensación casi enfermiza de que nada puede hacerse ya, porque, total, para qué, esa sensación de que la suerte, la mala suerte, está echada.
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