León apocalíptico (VII): T-6 Texan

Contraportada a cargo de José Miguel López-Astilleros que pone el texto a la imagen de J.J. Rodríguez en el 'Retablo de fotógrafos' que aparece en las últimas páginas de La Nueva Crónica este verano

J.J. Rodríguez
16/08/2018
 Actualizado a 19/09/2019
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Desde muy corta edad acompañé a mi padre en sus paseos terapéuticos, desde el final de Eras de Renueva hasta más allá de la plaza de toros. Bordeábamos el río durante casi todo el trayecto, excepto al llegar al nivel de la Glorieta del Avión. Abandonábamos entonces la margen izquierda del Bernesga para contemplar el North American T-6 Texan. Hasta que no lo perdíamos de vista, guardaba un silencio religioso, como quien está ante el misterio de lo sagrado. De regreso a la ribera, comenzaba a contarme cómo su padre había sido mecánico y piloto de aquel avión mítico, y las múltiples historias que con él vivió. Tanta era la pasión y melancolía de sus palabras, que pronto sucumbí al hechizo de aquella criatura de color naranja amarillento, que extendía su salas entre la indiferencia de los automovilistas. Después del fallecimiento de mi padre, estuve muchos años eludiendo pasar por aquella rotonda.

Una noche me sorprendí buscando información en internet sobre los T-6 con entusiasta voracidad. La obsesión insana de enamorado loco no paró hasta dar con un ejemplar desvencijado, que compré con todos mis ahorros. En un hangar levantado con mis propias manos en una finca de mi madre, en Tierra de Campos, pasé varios lustros tratando de restaurar desde el motor hasta el último detalle, incluso las ametralladoras de ambas alas, que armé con munición original. Una vez puesto a punto, determiné recibir clases de vuelo con el fin de pilotarlo, y fundirme así en el aire con las palabras de mi padre y el espíritu de mi abuelo, para lo cual preparé una improvisada pista de despegue.

Tras varios intentos logré mantenerlo en el aire y hacerme con los mandos. Una tarde de verano sobrevolé la explanada del edificio de la Junta de Castilla y León, ante la mirada atónita de los viandantes. Para probar las ametralladoras, puse el punto de mira en los vidrios del hall cilíndrico, que quedaron hechos trizas. De inmediato giré hacia un lado levantando el morro, viré en redondo y enfilé hacia el enorme espejo que ofrecía el lado derecho de la pared sur. Me reflejé en el cristal como un héroe diminuto y oscuro en los últimos instantes de su sacrificio. Ascendí y volví a repetir la operación. Esta vez me aproximaría aún más. Tan hermoso y subyugador me resultó el repentino sabor de las frambuesas ácidas mezclado con el ruido del motor a todo gas que, accionando de nuevo las ametralladoras, pasé con mi caballo alado al otro lado del espejo, donde la belleza aguarda la eternidad.
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