29/11/2018
 Actualizado a 11/09/2019
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No puedo olvidar que ya van cuarenta y cuatro mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas en lo que va de año. No quiero olvidar la tragedia que esto supone para sus hijos, sus padres, sus hermanos... No puedo olvidar que se trata, sobre todo, de un problema de educación, (mejor dicho, de falta de educación), lo que hace que suceda. Hasta ahí, todo correcto: estoy, en cuerpo y alma, con la mayoría silenciosa que sufre ante este estado de cosas. Pero de ahí a que se califique al asesino como ‘terrorista’, por ejemplo, no puedo, ni quiero, tragar. Puedo tragar el que se esté dando la tabarra todo el santo día sobre lo mismo; puedo asumir, aunque me cueste, que los hombres en general, y uno mismo en particular, somos unos hijos de puta que, además de ser sólo capaces de hacer una cosa cada vez, tenemos como obsesión joder a las mujeres, y no sólo en sentido literal; puedo estar de acuerdo, mayormente porque no me queda más remedio, en la propaganda que sueltan por esa boca todo dios: desde los telediarios de la televisión pública, que aunque no haya sucedido nada, meten todos los días a calzador alguna encíclica contra los hombres en general, a las cachondas del movimiento ‘me-too’, o a los estúpidos concursantes de ‘Operación Triunfo’ que no están de acuerdo con la letra de una canción, machista como la madre que la parió. Lo aguanto porque es imposible no hacerlo. Sólo te puedes librar de esta sensación de acoso constante si te tiras al monte o te haces eremita en cualquier cueva del Valle del Silencio. Pero lo que no me da la gana soportar es el lenguaje que utilizan. Estoy hasta la peineta del «ellos y ellas», «ministros y ministras» y toda la retahíla de bobadas que largan las feministas, los medios proclives y hasta el Papa de Roma cuando hablan de la desigualdad entre hombres y mujeres, que existe, que es real, pero contra el cual se lucha desde la anécdota, nunca yendo al meollo del asunto: los poderes fácticos y económicos del mundo están encantados de machacar al género, femenino, que queda embarazado y el poder, incluido el del presidente del gobierno interino, ‘ma non tropo’ que hace bien poco, muchas veces nada, por salir en su defensa. Se echa de menos una legislación ‘progresista’, que iguale los sueldos, (sobre todo los sueldos), entre los géneros, además de unas leyes que protejan a las mujeres contra los despidos injustos. He aquí uno de los motivos por los que España es uno de los países con menor índice de natalidad del mundo. Una mujer de treinta años, que ha luchado como una vietnamita por su carrera, no suele estar dispuesta, sobre todo si trabaja en la empresa privada, a quedar embarazada para ver como se queda compuesta, con bombo y sin trabajo.

Pero hoy en día, nos hemos vuelto locos, sobre todo en el lenguaje, y es por culpa del movimiento feminista y de los adláteres que confunden casi siempre el culo con las témporas. Cuándo alguien dice: «los señores diputados», damos por supuesto que se refiere tanto a hombres como a mujeres, y es inútil y reiterativo decir «los señores diputados y las señoras diputadas». Pues no. Hay que decir la segunda. El lenguaje tiene la ley de la ‘economía expresiva’, que no denota ningún tipo de discriminación. Pero a ellas, ¡ay dioses/as!, se les ha olvidado.

Un día de estos me iré a confesar. Sé que me caerá una penitencia del copón, no por no haberlo hecho en los últimos cuarenta años, que ya me vale, sino porque me tendré que declarar culpable de ser hombre, estúpido y maltratador, de palabra, obra y omisión. Uno, que ha intentado siempre llevarse bien con las doñas a fuerza de dejar que fuesen ellas quienes llevasen los pantalones en la relación, se da cuenta que no ha hecho suficiente hincapié ello, dejando muchas gateras abiertas por las que salía, sale, mi condición de ‘ser superior’ ante su debilidad. ¡Venga allá! La persona más fuerte que he conocido en mi vida es mi madre. La persona que más ha influido en mi forma de ser y de ver la vida es una señorita de un pueblo leonés muy lejano al mío. La mejor persona que he conocido en mi vida es una mujer, por supuesto, como también la más mezquina, menos generosa y despreciable. Sé que las mujeres han sido mucho más importantes en mi vida que los hombres, por lo que las admiro, ¡que digo!, venero, como nunca haré con un hombre. Pues, así y todo, soy un mal bicho por ser hombre...

Asumo todas estas cosas desde la más completa indefensión, y no es el camino. El meollo de la cuestión no es saber quién tiene la razón. El asunto es respetar al que no la tiene y hacerlo cambiar.

Salud y anarquía.
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