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Lecturas de agosto / 2

17/08/2020
 Actualizado a 17/08/2020
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 En esta época de GPS y mapas electrónicos, en la que cada lugar del planeta puede ser encontrado con absoluta precisión, resulta casi una rareza el dulce deambular sin un objetivo determinado, o con una idea muy poco nítida del lugar al que uno quiere llegar. Después de todo, lo que importa es el viaje, diremos con Kavafis. Y con Homero. Y con algunos otros. El tiempo se ha acelerado, todo es vértigo y velocidad (aunque la pandemia, irónicamente, nos obligue ahora a detenernos y, con suerte, a meditar en silencio).

Hemos perdido el placer de alejarnos sin mapas, o, como decía el poeta irlandés John Montague, hemos perdido la capacidad de leer el paisaje como si fuera un manuscrito. Él lo decía de su país, y con motivos, pero podríamos afirmarlo de cualquier otra parte. Hemos perdido, en fin, el placer de deambular, porque estamos obligados a saberlo todo en todo momento, también, claro, sobre nuestras exactas coordenadas. Necesitamos saber los pasos concretos para avanzar, la cartografía del día, acordar las horas, establecer alarmas sonoras en nuestros inseparables dispositivos.

Pero el verano de la pandemia nos obliga a reinventarnos, y, a pesar de las dificultades para salir al aire libre (o precisamente por ello) está tomando forma una nueva filosofía, que podríamos definir así: la filosofía del deambular. No es tan nuevo, de acuerdo. Como todo, viene de la antigüedad, y también de los Románticos, pioneros de la ecología y andarines maravillosos antes que Unamuno y los gallegos de la generación Nós (y su peregrinación en pos del límite del mundo, hacia San Andrés de Teixido, que tan bien cuenta Otero Pedrayo).

Y ya que el pasado lunes dedicamos esta columna al Quijote, qué mejor viaje que el del manchego caballero y su escudero, qué mejor deambular sin punto fijo, aunque Dulcinea fuera su norte. El Quijote es un gran libro sobre la libertad, en el que se siguen las leyes de la caballería, pero en el que se ponen en cuestión muchas de las normas que rigen el mundo. Y, después de todo, pocas cosas se parecen tanto a ser libre como la posibilidad de ir de un lado para otro, un poco sin ton ni son, sin mayores planes que los que ofrezca el camino al azar.

Aunque lo que se lleva es correr (Murakami), creo que basta con andar. Y con saber detenerse a hablar o a contemplar. Como la vida, el camino es mejor cuando es largo, y también cuando no está rigurosamente señalizado, cuando no todo en él es previsible. Caminar es un acto revolucionario, una forma fácil y directa de protestar contra la destrucción de la naturaleza y contra los males de nuestro tiempo. Una forma limpia y humilde de estar en la vida. Y, en efecto, supone un regreso a la esencia ancestral de los movimientos humanos, al espíritu de caminos que se formaron gracias al flujo de los caminantes: algunos con una meta definida, como el Camino de Santiago, pero, al mismo tiempo, con ese espíritu de dejarse llevar a través de la ruta, contemplar el arte y el paisaje, gozar de lo nuevo y permitir que nos influya, conocer gentes de todos los lugares y mezclarnos con ellas. Así se construyó en gran medida el armazón cultural de Europa.

La afirmación de que caminar es algo revolucionario pertenece, en realidad, a la escritora estadounidense Rebecca Solnit. En sus lecturas estoy también embebido en este mes de agosto. Por supuesto, todos los autores de la llamada literatura de la naturaleza han escrito copiosamente de sus experiencias acerca de caminar sin un propósito concreto, más allá de contemplar el entorno o disfrutar de la vida sin artificios. Suelen ser experiencias que abarcan casi sus biografías, visiones de grandes zonas geográficas o de otras muy concretas, como las montañas de Escocia en el caso de Nan Shephard, o el Wisconsin del autor y activista Aldo Leopold (ambos escritores publicados en España por Errata Naturae), de quienes ya hemos hablado aquí en alguna ocasión. Seguramente conocen a Erling Kagge, el explorador noruego (junto a otras muchas cosas) que llegó al centro del Polo Norte y del Polo Sur, además de coronar el Everest, y que explica que su mayor logro fue descubrir «el poder transformador del silencio». Ahí están obras suyas como ‘Caminar’ (Taurus), o la muy celebrada, publicada con anterioridad en el mismo sello, ‘El silencio en la era del ruido’. Sólo son algunos ejemplos, entre otros muchos, muchísimos, que remiten al espíritu fundacional de Thoreau. Thoreau también pensaba que la naturaleza debe conocerse lentamente, caminando, fijándose en los detalles, experimentando la grandeza de la vida en estado puro.

Lo cierto es que también se ha escrito mucho de la posibilidad de callejear sin rumbo en los espacios urbanos. Todos recordamos el libro, relativamente reciente, de Antonio Muñoz Molina, ‘Un andar solitario entre la gente’ (Seix Barral), donde el paseante reivindica el gusto por la observación caótica de los espacios, por las transiciones entre barrios y culturas, por el movimiento de un lado a otro. No podemos dejar de lado, claro está, el espíritu del ‘flanneur’, abierto a todo lo que suceda, dedicado a encontrar la emoción de lo nuevo.

Rebecca Solnit ya se había alzado como una de las grandes ensayistas sobre el fenómeno de caminar sin conocer muy bien el destino. ‘Wanderlust’, en Capitán Swing es un buen ejemplo. Solnit defiende el contacto de la mente con el espacio por el que nos movemos, para encontrar en esa unión un todo revelador y sanador. Para ello es necesario desprenderse de la gran carga de nuestras vidas cotidianas, arrojar por la borda ese equipaje insatisfactorio. En estos días de agosto encuentro gran placer en la lectura de un libro de Rebecca Solnit en el que se mezclan experiencias personales, citas históricas sobre las tribus indígenas y la construcción de los Estados Unidos, recuerdos cinematográficos o escenarios ‘punk’. Me refiero a ‘Una guía sobre el arte de perderse’, publicado también por Capitán Swing. Perderse es aquí la palabra clave. Parece ir exactamente en contra de lo que hoy se nos predica en todas partes. Nadie quiere perderse, todo va dirigido a encontrar, a buscar, a situar, a organizar, a reglamentar. Pero Solnit defiende la necesidad de perderse. «Perderse tiene que ver con la aparición de lo desconocido», dice. No dejen de indagar tampoco en su insistente teoría sobre el azul del mundo: «durante muchos años me ha conmovido el azul del extremo de lo visible, ese color de los horizontes, de las cordilleras remotas, de cualquier cosa situada en la lejanía. (…) El azul es el color del anhelo por esa lejanía a la que nunca llegas».
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