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Las tumbas no están llenas todavía

01/05/2022
 Actualizado a 01/05/2022
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Georges Ruggiu es la única persona blanca condenada por el genocidio de Ruanda. Nació en Verviers, en la parte francófona de Bélgica, y vivió en casa de sus padres hasta los 35 años. Trabajaba en una oficina de la seguridad social cuando un día se encontró con que a sus vecinos se les había roto una tubería: eran expatriados ruandeses de la etnia hutu, más concretamente del entorno del presidente Juvénal Habyarimana. Comenzó a frecuentar ese círculo y a viajar a Ruanda. En menos de un año se había mudado al país africano.

Le recibieron como alguien importante, le dieron una casa y un trabajo: de periodista (a pesar de que no tenía ninguna experiencia) en la recién creada Radio Télévision Libre des Mille Collines (Radio de las Mil Colinas), una emisora puesta en marcha para difundir la ideología ultranacionalista de la mayoría hutu que gobernaba entonces el país. Éste se encontraba en una guerra civil en la que la otra facción era la minoría tutsi. El 6 de abril de 1994 Habyarimana murió tras ser derribado el avión en el que viajaba. Comenzó entonces el genocidio, en el que cerca de un millón de tutsis y hutus moderados fueron asesinados durante un periodo de 100 días.

La Radio de las Mil Colinas fue un elemento crucial del exterminio. Entre espacios de humor y canciones populares, los locutores incitaban a la aniquilación de los tutsis. Ruggiu participó activamente en las retransmisiones, repitiendo el discurso oficial. Llamaba a la minoría «cucarachas» y animaba a los hutus: «Las tumbas no están llenas todavía». También criticaba a Bélgica (y a todo Occidente) por su pasado colonial. Antes de que los rebeldes tutsis pusieran fin al genocidio conquistando toda Ruanda, el belga desmontó la antena de la radio (porque era ‘su’ radio) y huyó del país junto con el resto de locutores.

Cuando el Tribunal Penal Internacional para Ruanda dio con él, tres años después, en la ciudad keniata de Mombasa, Ruggiu había experimentado una segunda transformación: iba con los ojos pintados, se había convertido al islam y se hacía llamar Omar. Fue juzgado y condenado a 12 años de prisión, de los que cumplió nueve. Entonces regresó a su país y, según su abogado, volvió a trabajar en servicios sociales.

Durante muchos años se presentó el caso de Ruggiu como inexplicable: cómo era posible que un don nadie terminase abrazando unas ideas que le resultaban ajenas y sumándose a alimentar un odio contra personas inocentes de las que no sabía nada. Hoy, cuando vemos a negacionistas –aquí vuelve a estar bien empleada la palabra, al contrario que durante el covid– de las matanzas rusas en Ucrania y a españoles que justifican la violencia de Putin, su historia no resulta tan incomprensible.
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