Las tenazas del cura

Por Saturnino Alonso Requejo

Saturnio Alonso Requejo
09/10/2022
 Actualizado a 09/10/2022
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Don Eufrasio Ponga era uno de esos curas que se acomodan al pueblo como escarpín a madreña. Lo mismo acudía a una hacendera que se agarraba al toro para herrarlo. Uno de esos curas, digo, que para él quisiera, hoy en día, el Ordinario. Tan era así que, en cuanto caía la primera nevada, ya acudían a su cocina los mozos, noche tras noche, a celebrar la hila. Y así todo el santo invierno, que era largo.

Allí, la partida de cartas; las historias de miedo; los sucedidos graciosos y los chistes de esternillarse. Y Don Eufrasio, pues a contar de las suyas y a avivar la lumbre con las tenazas, desde su sillón de brazos que estaba entre la trébede y el escaño de roble. Que estaba nevando a manta y las torvas volvían el humo de la chimenea abajo, como si quisieran asistir a la conversación.

A las tantas de la noche, a lo mejor se arremangaba la criada, Engracia se llamaba, y preparaba un perol de chocolate con tostas, o asaba un chorizo entre las brasas. Porque Don Eufrasio hacía matanza: un gocho negro que le traían de Extremadura y un macho cabrío, capón, para cecina. A matar el gocho acudían los mozos. Sangraba el cura, con la sotana por la cintura, y la criada revolvía la sangre para las morcillas. En cuanto el animal daba el último pataleo, la parva: copina de orujo y sequillos caseros. A la hora de pelar el marrano, uno iba echando el agua hirviendo y los demás a pelar. Y a la criada le tocaba siempre pelar el rabo.

– ¡Esto es cosa mía, solía decir.

A medio invierno, un oscurecer en que el Tieso estaba en la cuadra ordeñando las vacas, comenzó a decir a los otros mozos que miraban el bollero de la leche:
¡El cura se acuesta con la criada!
Y los otros que no y él que sí, determinaron buscar una prueba del asunto aquel.

En la hila de aquella misma noche, en un momento en que el cura andaba buscando algo en una alacena, el Tieso agarró las tenazas de atizar la lumbre, las metió en el forro de la chaqueta de pana y dijo que salía a mear a la calle. Pero tiró despacio escaleras arriba y metió las tenazas entre las sábanas de la cama del cura.

A la noche siguiente ya estaba Don Eufrasio preguntando por las tenazas.
– ¿Habéis visto las mis tenazas? He buscado por toda la casa y no aparecen.

Y tenía que empujar los tizones con las zapatillas negras de estar en casa.
Y lo mismo la noche siguiente, y la otra, y la otra... Y las tenazas del cura que no aparecían.

Pasado un tiempo prudencial, y visto el resultado, cada mozo tuvo que darle al Tieso un cuarterón de tabaco y un librito.

Y el Tieso les decía mientras ordeñaba:
– ¡No os decía yo que el cura se acostaba con la criada! Al fin y al cabo come como uno de nosotros y mea por donde todos.

Y las hilas siguieron el resto del invierno como si tal cosa. Y las tenazas del cura sin aparecer.
Y el refrán aquel en el aire:
«A la lumbre y al fraile no hurgarles,
que la lumbre se apaga y el fraile arde».

Y el TIESO, que siempre tiraba de la manta, le decía a los otros mientras ordeñaba las dos vacas mandibles:
– ¡No hay mujer sin estropajo ni hambre sin su badajo!

Y el Cielo seguía nevando, como si quisiera tapar los pecados de aquella aldea.
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