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Las mil caras del Gran Hermano

02/06/2017
 Actualizado a 12/09/2019
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No sé si cuando George Orwell escribió ‘1984’ lo hizo con pleno sentido crítico y de anticipación o fue una más de las novelas de ciencia ficción que tuvieron, en los años de postguerra mundial y hasta los años ochenta, su tiempo de gloria y maravilla.

En verdad que me declaro forofo de ese tipo de novelas, que me hicieron vivir mil aventuras espaciales e intergalácticas mucho antes de la Guerra de las Galaxias. Autores como Asimov, Heinlein, Clarke, Van Vogt o Silverberg, a los que después se les añadieron Farmer, K. Dick, Leguin, Herbert y muchos más, llenaban mis tiempos de ocio y alguno más no tan de holganza.

Y curiosamente, por aquellas épocas, Orwell no estaba en las colecciones punteras y de más difusión como Nebulae o Minotauro, que publicaban todo lo más florido del género.

Es más, lector ávido que fui (hoy menos, pues la ciencia ficción actual está un tanto rara y psicodélica), en mis manos cayó el libro de Orwell bastante al final de los sesenta, en una edición argentina. Y lo fue tan tarde, no sé si porque no era muy del estilo que se llevaba en la ciencia ficción de entonces o porque estuviera semicensurada o prohibida, pues al fin y al cabo el trasfondo de la novela era la manipulación de la información y la represión social.

Siendo eso la almendra del asunto, curiosamente, lo que ha quedado como importante ante todo y ante todos, ha sido la figura del Gran Hermano, un ente mencionado, y mucho, en toda la novela pero que nadie ve aunque vigila a todos. Algo así como cuando, hace años, Rubalcaba, mientras se discutía en el Congreso sobre un sofisticado sistema fisgón de los servicios de inteligencia del estado, dijo aquello de «yo sé todo de todos». No sé si le perdió el ego, probablemente ni lo pensó, pero definió perfectamente nuestro actual Gran Hermano. Nuestro y del mundo mundial.

Supongo que como en este país, además del vicio nacional que es la envidia según se ha dicho siempre, lo que nos priva es un deseo irrefrenable de enterarnos de los trapos preferiblemente sucios de cualquier persona, sea conocida o no, se tiene el terreno abonado para el éxito de los realitys televisivos, con el enésimo Gran Hermano a la cabeza, que ha lanzado al estrellato ese fisgoneo indecente, con la inevitable banalización de lo que realmente tiene importancia en la novela.

Así, medio país permanece embobado con las peripecias muchas veces artificiales y forzadas por el espectáculo, que se suministra día a día, mientras, en la vida real, avanza a pasos agigantados el control de todos nuestros movimientos. Y cuando escribo todos, son todos.

Más allá de las posibles escuchas, legales, alegales o ilegales a que estamos sometidos, nuestra vida diaria está permanentemente visualizada, por no decir controlada, no importa que sea una vida simple o intrascendente. Es igual: todo se graba.

Así, nos enteramos de que, gracias a nuestros móviles (peligro, peligro), se puede saber, incluso meses después, por donde hemos estado físicamente, además de lo que hemos escrito, dicho o fotografiado.

Y, además, nos lo venden como algo estupendo que ayuda a resolver fraudes, desapariciones y otros asuntos escabrosos, cuando en verdad es una flagrante entrada en nuestra intimidad. Con resultados positivos en casos concretos, aunque esos resultados positivos no quiten realidad a la intervención en nuestras vidas.

Pero no solamente eso: hay miles, y cuando escribo miles, son miles y miles de cámaras por doquier grabando, precisamente, «todo de todos».

Gasolineras, bancos, tiendas, organismos oficiales están plagados de objetivos tontos, que luego resultan no serlo tanto, que se encargan de pasar nuestras andanzas a cinta, discos o almacenajes masivos.

Y no hablemos de los satélites súper modernos que, más allá de la estratosfera, nos permiten ver nuestras calles y plazas. Claro que a ellos, a los que los controlan, les permite ver, por supuesto, aún más. ¿Cuánto? Pues ni se sabe.

Para protegernos. Y para controlarnos.

Y la cosa sigue creciendo, poquito a poquito, pero siempre un paso más allá.

Hace unos días entré en una entidad bancaria. Hacía tiempo que no iba por allí, y me sorprendió que habían cambiado el tradicional y españolísimo sistema de hacer cola (aunque nada comparado con Venezuela), por el del ticket de asignación de lugar o ventanilla. La cosa parecía moderna y más en estos tiempos.

Lo curioso era que, al sistema de designar la operación deseada, ya implantado en la administración, correos y otros, previamente había que añadir el DNI del demandante.

Bueno, sonaba raro. Y mucho más raro cuando, cuarenta minutos después de espera y ver pasar gente y, sobre todo, personas que habían llegado más tarde, incluso a la misma ventanilla a la que tenía que ir un servidor, y ya mosqueado, me acerqué al empleado que explicaba el sistema para contarle mi vida y preguntarle qué pasaba. Me explicó que el sistema (siempre el sistema), priorizaba el servicio, preguntándome de rondón si era cliente, privilegio del que no disfrutaba. Así que, gracias al DNI, el sistema sabía que no lo era, y daba paso a los que sí. Entre tanto, a esperar.

Aparte de que los expertos en márketing de la empresa merecen un suspenso de calabaza más grande que la del Un, Dos, Tres, pues pocos amigos y nuevos clientes van a conseguir así, es éste un evidente pasito más en el control de nuestras vidas. Uno más.

Orwell se equivocó en la fecha en la que se desarrolla la acción de su novela, posiblemente porque el dar el título de ‘1984’ se debió, dicen, a que al haber sido escrita en 1948, alguien, autor o más probablemente editor, cambió las dos últimas cifras del año, pasando de 48 a 84, tiempo que le pareció más que suficiente para llegar a ese control, adoctrinamiento y represión del mundo.

Se ha tardado más, aún falta para llegar a los extremos imaginados en ‘1984’, y esa fecha ha quedado muy atrás, pero esto corre que se las pela.

Así que, miremos más allá de la televisión y de sus productos para masas, y fijémonos en lo que tenemos a nuestro alrededor.

Y lo que tenemos, nos guste o no, no es precisamente alentador.

Así que no me queda otro remedio que decir: ¡Ay madre, que estamos rodeados!
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