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Las mentiras y el lechero

27/09/2020
 Actualizado a 27/09/2020
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Quizá haya llegado el momento de sustituir aquella célebre frase de Dostoievski, «Si Dios no existe, todo está permitido», por otra más ajustada al correr de los tiempos: «Si la mentira persiste, todo está consentido». Porque lo cierto, aunque parezca mentira, es que todos mentimos: usted, yo, la policía, los cardenales, las viudas, los rodrigones, qué decir de los políticos. A lo mejor se salvan las madres, y no pondría la mano en el fuego por algunas. Mentimos incluso al médico, que ya es mentir, y lo hacemos a lo largo y ancho de nuestras vidas; como me atreví a escribir una vez en un poema: «Mentiras como puñales/como ponzoña/como espinas póstumas/dejando muescas en la carne de nuestra memoria». La mentira como forma de pasar por el mundo y de relacionarnos con los demás. La mentira como instrumento quirúrgico del Estado. ¿Alguien se cree las cifras de muertos por la covid (sin contar las víctimas colaterales que nadie se molestará en contabilizar), o el porcentaje de niños y maestros infectados desde que se inició el curso? Ni siquiera los más crédulos. Y en una sociedad donde los que más mienten son aquellos que deben inspirarnos seguridad, los que nos representan, ¿cómo exigírsela a los ciudadanos? ¿Cómo confiar en tus iguales si lo único que hacen es reproducir las trolas que escuchan (no diré ya leen, porque eso implica un esfuerzo) de la mañana a la noche? Y llegados a este punto, ¿cómo soportarlo, cómo convivir sin que nos abrume el bochorno? Muy simple: porque nos las creemos. Nos acabamos creyendo las mentiras que laboriosamente construimos y difundimos, y lo hacemos sin vértigo ni sonrojo: basta reconocer a esos líderes que, a medida que envejecen, alejados de las consecuencias de sus actos, se persuaden de que las mendacidades, pretextos y ardides urdidos mientras gobernaban, eran verdades como templos. Eso, sin duda, da una idea de lo enfermo que está un país, pero también del grado de ignorancia y resignación que pueden alcanzar sus habitantes.

Churchill describía la democracia como un sistema donde, si alguien llamaba a tu casa a las seis de la madrugada, sabías con certeza que era el lechero: llegará un día en que nos toquen el timbre a horas intempestivas y creamos que el tipo que nos saluda desde el umbral con una cachiporra, viene a vendernos media docena de yogures.
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