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Las máscaras y los héroes

04/03/2019
 Actualizado a 18/09/2019
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Aunque sólo sea porque la campaña electoral va a coincidir en cierta medida con la Semana Santa, uno piensa que el ciudadano se merece cierta piedad, cierta compasión, en medio del gran carajal, en medio de la absoluta confusión. Ya hemos hablado en las últimas semanas de este momento de tensión globalizada que vivimos, un instante que demanda mucho de los ciudadanos, que les exige mantener esa tensión a toda costa, embarcarse a menudo en las mismas discusiones bizantinas a las que asisten entre el aburrimiento y la perplejidad a través de los medios, implicarse en suma en un artificio propagandístico que, en realidad, habla más del fragor de las trincheras en plena confrontación política que de otra cosa.

Pero esto es lo que sucede cuando el panorama electoral se muestra tan fragmentado, cuando los equilibrios son tan frágiles, cuando la previsión de votos no parece aclarar demasiado el horizonte. Dijo Larra que «el mundo todo es máscaras, que todo el año es Carnaval», pero lo cierto es que la broma y la sátira constituyen casi la única salida posible para entender la deriva contemporánea. Frente a las máscaras construidas exprofeso para dirigir la opinión de la masa, debe alzarse el gran poder del humor, la sátira menipea que ayude a desnudar mentalidades que desean hacerse hegemónicas, que pretenden, además, adhesiones inquebrantables, que castigan la divergencia. El humor, es cierto, es uno de los asuntos más serios, una de las pocas cosas que ayudan a liberarnos de las narrativas impostadas que pretenden acotar el pensamiento, que buscan canalizar las opiniones en compartimentos estancos muy bien delimitados. El humor y la sátira que el Carnaval propugna viene a ser una de las últimas herramientas ciudadanas para protegerse de los dictados imperiosos de la moda, de la progresiva tendencia intimidatoria de los mensajes, del lenguaje concebido en los laboratorios de la propaganda. Hay un tono coercitivo, autoritario, también prescriptivo, que parece dominar la vida contemporánea, que abomina de los versos sueltos.

Quiso la casualidad que me encontrara con Juan Manuel de Prada, a raíz de la publicación de su última novela, ‘Lucía en la noche’ (Espasa) y que le preguntara sobre esta visión del mundo. Él, que tanto ha trabajado el asunto de las identidades y de las máscaras en su literatura. Y que continúa haciéndolo. Como en los últimos meses ha devenido en tertuliano, al menos en un programa televisivo (las matinales de Antena 3), si bien, insiste, sólo un día a la semana, me picaba la curiosidad sobre esa atmósfera, que con tanta facilidad tiende a la aceleración y al vértigo, y no pocas veces a la toma de posiciones irrenunciables, como si la duda, la ambigüedad o el desconocimiento no estuvieran permitidos, o estuvieran mal vistos. De Prada se mostró tajante: «el lenguaje televisivo no me interesa nada. Es muy difícil explicar algo adecuadamente. Porque pretenden que se opine sobre temas complejísimos, como Venezuela o Cataluña, o el Islam, que no se pueden despachar en unas frases. La gran responsabilidad de los medios está justamente en que no se pueden fomentar explicaciones esquemáticas y sistémicas. Es algo que contribuye a enquistar los problemas», me dice. Y continúa: «es lo que digo en la novela. Las explicaciones se nos imponen, se fanatiza a la gente. Se están descomponiendo las estructuras de pensamiento en Occidente, y por eso creo que nos estamos yendo al garete. Todo es simplificación, en cualquier tema que toques. Si pudiera, si fuera gobernante, impondría sanciones a quienes no fomenten un debate en profundidad».

Las aseveraciones de Juan Manuel de Prada pueden parecer contundentes. Pero resultan aplicables a muchos contextos, no sólo a la televisión. La influencia de las pantallas en la esquematización del mundo no parece ofrecer dudas. Le pregunto si no cree que eso mismo pasa con las redes sociales, incluso más influyentes. Y entonces el escritor pide un poco de reposo, un poco de contención. Algo que, al parecer, hoy no se permite. Abundan las posturas maximalistas, totalizadoras, sin matices. La política y la ciudadanía parecen retroalimentarse en todo eso, aunque, en realidad, todo parece responder a una estrategia global que recela de los intelectuales. Los matices complican las cosas, por eso, como el mercado, la política parece instalarse cada vez más en discursos elementales, simples, o simplistas. Lo cual, bien mirado, implica un cierto desprecio de la capacidad que los ciudadanos podamos tener para discernir. De Prada descree de las redes sociales porque, dice, «están contribuyendo al encanallamiento de la sociedad». Y ve en ellas un paso más en torno al esquematismo, el maniqueísmo, todo lo que pretende dirigir a la sociedad hacia posturas simplificadoras, cada vez más fáciles de controlar. «La tecnología, lo digo en la novela, está arruinando nuestras vidas porque nos lleva a esta mirada esquemática e infantil. No encuentro nada más patético que el retuiteo, por ejemplo. Y todos esos implantes lingüísticos que recibimos a todas horas, esas definiciones [de países, de personas], esas etiquetas sobre cualquier cosa, sin matices de ningún tipo… Así nos coloniza la tecnología. La gente debería ser consciente de la cantidad de horas que dedica a hacer el gilipollas delante del móvil o del ordenador», insiste.

Así pues, ciertas formas de ‘neolenguaje’ siguen enmascarando la realidad, siguen alejándonos de los matices y de la complejidad del mundo. Y no son pocos los que atribuyen al lenguaje político el mismo ímpetu colonizador, aprovechando el oleaje simplista del momento, en pos de ideas elementales con las que resulte más sencillo amasar el voto. Ahora mismo, ya en campaña o en precampaña, la lucha por imponer mensajes rotundos y virales parece centrar todos los esfuerzos. Ya no se busca el acuerdo, sino la oposición radical a los mensajes de los demás. Se valora, por encima de todo, la discrepancia. Resulta curioso que hayamos llegado a esta situación, pero quizás es lo que toca cuando, ante la fragmentación del voto, se hace necesario marcar el territorio. Proliferan los mensajes sin matices, porque el matiz parece contener cierta concesión o cierta blandura que la mayoría no se quiere permitir. Dureza en el estilo, esa es la moda imperante. Y aunque será imposible formar un gobierno sin acuerdos a dos, a tres, o a más bandas, es decir, a pesar de que el consenso será inevitable, el punto de partida parece ser el del márquetin diferenciador a toda costa, exhibiendo músculo intimidatorio, procurando etiquetar con contundencia, oponiéndose completamente al contrario, buscando, además, un talante de cierta superioridad moral o dialéctica, en el que encajan, cómo no, verdades absolutas que nadie, so pena de ser tildado de blando o condescendiente, debería poner en cuestión. Esa tendencia tan poco flexible en favor de la verdad universal indiscutible (que no admite discrepancias) parece afectar tanto a unos como a otros en los tiempos que corren.

El ciudadano recibe estas andanadas de la gran maquinaria electoral, que apurará el vértigo en las semanas venideras, y espera un poco de piedad. Menos narrativas políticas, a ser posible, que sólo suelen referirse a las luchas de los partidos, incluyendo las luchas internas, menos ‘neolengua’ intimidatoria y más humanismo. Difícil, desde luego, si consideramos que lo mismo ocurre a nivel global. De Prada vuelve a la carga en nuestra larga conversación y concluye que, a través de los gestos de dureza que acompañan a este momento de la historia, y del intento de confundir firmeza con agresividad e imposición, cierto aire autoritario se va abriendo camino «y lo vamos a aceptar con gusto. Creo que eso ya está ocurriendo. En mi novela, Lucía tiene que enfrentarse a los mecanismos de control social. A lo que el tirano orwelliano, o más bien huxleyano, trata de imponernos. El miedo es quizás el mayor instrumento de control ciudadano. Va a descubrir todos esos miedos que nos imponen y que no siempre son como los cuentan, porque todo tiene una cara B que a menudo no se nos muestra. Y la propia Lucía se emboscará a través de identidades, apariencias y máscaras».

Y así el ciudadano se dibuja como el auténtico héroe contemporáneo, intentando preservar la naturaleza individual, la opinión propia, tras la máscara de la sátira y el escepticismo, tras la inteligencia del que se aparta de los dictados que gobiernan la masa, o del que huye del lenguaje prefabricado y de las ideas esquemáticas que se propagan con estrategias propias de la publicidad. En esas estamos, al día de la fecha.
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