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Las invasiones bárbaras

11/10/2020
 Actualizado a 11/10/2020
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Lo que algunos vecinos de Carbajal, divisando bultos en el Monte San Isidro, atribuyeron a un grupo de maquis emboscados desde la noche de los tiempos, eran en realidad leoneses desesperados que intentaban escaparse del confinamiento perimetral. Se habían desplazado hasta sus inmediaciones con cuatro enseres, e intentaban sortear con sus familias las alambradas que las Fuerzas del Eje (léase Valladolid) habían plantado entre una maraña de sotos, cascajos y robles. Desde Acnur se empezó a hablar de un número creciente de refugiados, que dejaban a sus espaldas una ciudad sitiada: algunos, incluso, venían de jugarse el pellejo tras ocultarse en maleteros de coches de zonas no infectadas, como Cembranos y Villaquilambre. Entre tanto, en la capital de España, menos dados a la resignación y los paños calientes, las tropas nacionalpopulistas lograban doblegar el cerco impuesto por el General P.I. Sun Tzu, legendario estratega comunista de moño alto y voz conspiradora. Tras desperdigarse camino de Soria y Valencia, los madrileños iniciaron su diáspora rumbo a Perpignan (en una especie de inversión histórica: no para ver El último tango, si no para echarse El último vals), ante el estupor y la alarma del resto del continente. Un escalofrío recorrió las Cancillerías de media Europa, que resoplaban horrorizadas pensando en lo que se les venía encima: miles de españoles que esparcirían por sus países las bárbaras costumbres que les habían puesto a la cabeza de la pandemia, esto es, cenas a partir de las once de la noche, abrazos sin ton ni son, himnos regionales entonados por varones ebrios, acoso a cabras, gansos y vaquillas. «Será el fin de la civilización tal como la conocemos», declaró Merkel compungida. En medio del caos, un eurodiputado calvinista insinuó que era todo una maniobra del Gobierno español, para propagar la idea de la España vaciada y no tener que alimentar a sus propios ciudadanos: «En dos años, estos no nos devuelven ni la calderilla», agregó palpándose los bolsillos.

En Carbajal siguen mirando hacia el monte con curiosidad, mientras el aire transporta un perfume a morcillas y pimientos asados. Los conejos han desaparecido de allí. Por las noches se oyen cantos enardecidos y rasgueo de guitarras.

Aviso a los lectores: cualquier parecido de este artículo con la realidad es pura coincidencia.

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