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Las hijas de las madres que amé tanto

31/03/2016
 Actualizado a 18/09/2019
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Mira uno las fotografías donde se dibujan los sueños de su juventud y cae en la extrañeza y el desánimo, y piensa si no habría sido mejor que se le hubiese atrofiado la memoria, todo con tal de no acatar lo que se nos viene encima, lo que entonces eran sólo dudas y ahora se tornan certezas, y cómo a nuestro parecer / cualquiera tiempo pasado / fue mejor, (versos de pie quebrado que dejó para la posteridad Jorge Manrique a la muerte de su padre). Porque, aunque no hubiese sucedido así, aunque no hubiesen sido mejor los tiempos pasados, no nos importaría aferrarnos a ellos ahora, cuando los años nos han colocado en la primera línea de combate, donde no nos queda sino la esperanza de esquivar las andanadas que intentan hacernos desaparecer para siempre.

Es cierto, añoramos los años dorados de nuestra juventud, recurrimos a la memoria para ir en busca del paraíso perdido de la infancia y, por un momento –lo que dura la instantánea del recuerdo–, volvemos a ser felices como lo fuimos entonces, no importa siquiera si éramos pobres sin remedio.

Nos fue dado a los humanos (nadie sabe a ciencia cierta por qué extraños vericuetos) la potestad del cálculo, de la memoria, y ahora todas esas facultades, lejos de fortalecernos, nos confunden, nos abruman y nos convierten en seres desvalidos porque avivan la imaginación, la que augura nuestro deterioro físico, nuestra apabullante vejez. Afortunados ellos, los que ven, más allá de este espacio en el que fuimos depositados, otro más provechoso, pues sucede que, además de los venturosos recuerdos, aportan a su existencia la ilusión de sus afirmaciones religiosas. Sólo así puede explicarse ese exceso de felicidad en el que sobreviven, ungidos de una pátina de bondad que los convierte en seres venerables, pero, sobre todo, apacibles. Hay algo, dicen jubilosos, que nos espera allí, alguien, ese Dios que nos recibirá con los brazos abiertos y nos protegerá para toda la eternidad, in saecula saeculorum. Y además, ¿quién puede reprochar nada a quien de esa manera piensa si, como decía el filósofo Pascal, «…Prefiero equivocarme creyendo en un Dios que no existe, que equivocarme no creyendo en un Dios que existe, porque si después no hay nada, evidentemente nunca lo sabré, cuando me hunda en la nada eterna; pero si hay alguien, tendré que dar cuenta de mi actitud de rechazo?»

Detrás de todas estas disquisiciones fluye la mano negra del paso del tiempo, la de nuestros miedos y, con ellos, la de nuestra insolvencia vital: «Todo lo que has soñado / la tarde y sus rubores / los besos que no diste / y el fervor de la rosa, / los pasos de tu hijo: / todo se va a perder / en el tiempo sin pausa», dejó escrito el poeta Antonio Manilla.

Y no sólo hurgan los poetas en lo más hondo de la memoria para tratar de explicar lo inexplicable, sino que acuden a lo más cercano, a la ausencia del ser querido, en este caso a la muerte de su madre, la del poeta Ángel Campos Pámpano en ‘La semilla en la nieve’, su libro esencial: «…deletreo tu nombre / por debajo del llanto / como aquel que procura / el nudo rítmico / de un verso fragmentado / la palabra nutricia / con que saciar el hambre / Ven como sea / vuelve/ vive por mí al menos / un día más..»

Pero no siempre, desde su pedestal (merecido, por otra parte) se dedican los poetas a lanzar proclamas desesperanzadas, inconsolables. En ello, en rodearse de una tétrica melancolía, influye el hecho de que saben muy bien que en el lector cala hondo ese aviso de la llegada a la meta de la vida, de lo por venir (que no es precisamente un triunfo ni un porvenir fructífero), de la brevedad de la existencia, del desinterés del universo por nuestra insignificancia. Sí, saben todo eso, y que, aún reconociendo nuestras limitaciones y el terreno resbaladizo en que nos hallamos, nos aferramos una y otra vez con uñas y dientes a su superficie.

No obstante, auque aherrojados el amargor y la tristeza en lo más hondo de su espíritu, a ellos, a los poetas aún les queda el sarcasmo y la ironía para reflejar con ligereza el paso del tiempo, que, al fin y al cabo, no deja de ser un recurso con la intención de no caer en el citado tormento. Y así, lejano de nuestras épocas, uno de ellos, Ramón de Campoamor, no tuvo problema alguno en apoyarse en unos ripios para dejar clara su decepción y su tristeza por el incontestable paso del tiempo: Las hijas de esas madres que amé tanto /me besan ya como se besa a un santo.
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