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Las fiestas de la democracia

02/05/2021
 Actualizado a 02/05/2021
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En ‘1984’, George Orwell describió un mundo en permanente estado de guerra. El conflicto continuo era una herramienta más para el control social mediante el miedo. Se firmaba una paz y seguía un nuevo comienzo de hostilidades. La población, oprimida y aterrorizada, asistía con cansancio y estupefacción a los bombardeos, las declaraciones, las noticias… Ahora, en un mundo en que las contiendas se han alejado y ‘virtualizado’ con drones y demás herramientas tecnológicas, los comicios han ocupado en nuestras vidas el lugar que tenían las guerras en Orwell.

Es verdad que algunas nos pillan más cerca que otras (en Cataluña, por ejemplo, han tenido lugar nueve procesos electoralesen los últimos seis años), pero todas nos acaban afectando con sus maquinarias de mítines, promesas, advertencias, amenazas y demás. Hemos aceptado con resignación, y en algunos casos hasta con ilusión y euforia –salir corriendo ante gente así–, estas elecciones interminables.

Sentimientos encontrados ante esto. Por un lado, para los que somos sociólogos frustrados los datos electorales son como nuestro ‘porno’. Números y más números para medir cómo de ‘empalmada’ o frustrada está la ciudadanía con sus representantes políticos. Por ejemplo, el otro día hablaba con Manolo Kabezabolo, el último punk, que hace 25 años hizo el gran himno del abstencionismo (‘Vota idiota’), pero que ahora estaba incluso planteándose lo de introducir la papeleta en la urna.

Me lo contaba y yo me acordaba de una anécdota que me pasó con motivo de las primeras elecciones en las que pude participar, creo que las generales del 2000. Andaba yo de aquellas estudiando en Madrid gracias a una beca que me pagaron generosamente ustedes (o sus progenitores). El caso es que en aquel domingo de ‘fiesta de la democracia’ me encontraba yo en nuestra bella capital del Bernesga y mi madre me dijo que si yo iba a ir a votar. Le dije que no me apetecía mucho y se fue. Como siempre hace la Ma en estos casos, volvió al cabo de un rato con una batería de argumentos (que ella no había podido votar durante muchos años y que los más jóvenes deberíamos valorarlo más) y un miedo que yo califiqué de absurdo y que traté de refutar de forma condescendiente. Ella temía que en alguna oscura oficina del ministerio de turno, un funcionario cuadrase datos, viese que el desagradecido chaval en el que se invertía una jugosa cantidad de los presupuestos no había ejercido su derecho a voto y, de forma automática, se me retirase la ayuda. Al final, cansado de intentar rebatirlo, acompañé a mi santa progenitora al Politécnico de Daoiz y Velarde, y metí en el sobre dos papeletas tachadas, en un gesto que yo pensaba que habría enorgullecido a Kabezabolo. No me quitaron la beca, pero no niego que anduve con miedo unos meses.
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