Las cicatrices de la memoria

José Ignacio García comenta el libro de José Antonio Abella 'Aquel mar que nunca vimos'

José Ignacio García
10/04/2021
 Actualizado a 10/04/2021
El escritor José Antonio Abella.
El escritor José Antonio Abella.
‘Aquel mar que nunca vimos’
José Antonio Abella
Valnera Literaria
Novela
536 páginas
24 euros


Advierte el autor en una nota preliminar que «no se atreve a calificar este libro de novela, ni de documento, ni de novela documental (…), tampoco podría calificarlo de memorias, ni de desmemorias, ni mucho menos de diario». Diríase, por tanto, que este es un libro a priori inclasificable; y ese sería un error manifiesto, ya que este puede afiliarse incuestionablemente en la exigente categoría de los libros extraordinarios, esos que hurgan en las entrañas, escarban en la conciencia y dejan un vaho indeleble en la lente de la memoria.

No obstante, para aquellos que son muy dados a las etiquetas, podría proponerles que esta es «una novela de no ficción», ateniéndonos a que el propio autor se convierte en protagonista de la obra y de una ardua tarea investigadora que tiene mucho de arqueológica y de detectivesca.

‘Aquel mar que nunca vimos’ se basa en una paradoja, a partir de la cual surge un hilo del que el autor no deja de tirar, hasta que consigue devanar el ovillo, manteniendo en todo momento la atención y el interés del lector. Abella fue médico durante su juventud en la localidad burgalesa de Bañuelos de Bureba, pero no será hasta cuarenta años después cuando –convertido ya en un prestigioso escritor– tenga noticias de un maestro republicano que hubo en el pueblo, y que fue fusilado en las primeras fechas de la guerra civil (o incivil, según se mire). Si el entonces médico bisoño hubiera sabido de aquel maestro por sus pacientes, tal vez el laureado escritor actual hubiera encontrado menos dificultades a la hora de seguir rastros resbaladizos con vocación de sabueso.

El libro recupera la imagen del maestro catalán Antonio Benaiges y de los alumnos a los que enseñó a vivir y a pensar a través del método Freinat, que le permitió incorporar una imprenta (y un gramófono) a su sistema educativo. Gracias a aquella imprenta, Benaiges y sus discípulos pudieron editar unas revistas, tituladas ‘Gestos y Recreo’, que serían conocidas en diversos lugares del mundo.

La peculiaridad de que Benaiges sacara adelante esos proyectos en un municipio de menos de trescientos habitantes, da idea de la importancia de la iniciativa y de su carácter, y más si echamos la vista atrás y nos retrotraemos a 1934, cuando el mocetón rojo, apuesto y bailarín llegó al pueblo, y la detenemos en julio de 1936, cuando fue fusilado antes de que pudiera cumplir su promesa, y el sueño de los niños del pueblo, de llevarlos a conocer el mar.

El libro, ¿la novela?, mantiene un pulso narrativo magistral. Abella utiliza con pericia los más diversos recursos: su proverbial manejo del lenguaje, su prosa precisa, la crónica, la entrevista, la descripción de escenas y fotografías, la reproducción tipográfica de los documentos de la época, la ambientación, diversa correspondencia, artículos de prensa, viajes, encuentros físicos o virtuales con diversos personajes necesarios…

Pero, por encima de todo, la obra es un homenaje a la memoria del maestro y de los niños de Bañuelos, cuya estela sigue el autor muchos años después de que se produjeran aquellos acontecimientos, cuando el tiempo es un enemigo que siempre juega en su contra y apenas quedan testigos que aporten el solado de la certeza sobre las arenas movedizas de la intuición o la sospecha.

A lo largo de más de dos años de vivencias personales no siempre placenteras y de más de quinientas páginas apasionantes, el autor de ‘La sonrisa robada’ persigue testigos, huellas, relaciones sentimentales y de amistad, y –como no– busca la verdad y los restos del maestro, tratando de cuadrar fechas y escenarios no siempre precisos o coincidentes, y siempre con la conciencia de que «una novela tiene límites que no se pueden traspasar, ya que hay una ética de la imaginación, pero lo verosímil y lo verídico caminan de la mano» y la convicción de que «escuchar es una parte esencial de cualquier terapia».

No obstante, a lo largo de su peregrinaje investigador, buscando «cualquier indicio que le ayude a clarear los entresijos de una vieja historia que se resiste a ser engullida por la tierra», Abella seguirá encontrando barreras elevadas por el miedo, personas que prefieren la amnesia y cerrar heridas antes que airearlas y curarlas para que cicatricen definitivamente, frente a testimonios dolorosos y conmovedores como el de aquella hija que recuerda cómo sacaron de noche a su padre de la cama y se lo llevaron sin permitirle ponerse su dentadura postiza, porque donde iba a ir no le haría falta.

‘Aquel mar que nunca vimos’ aboga porque desaparezca la división entre las dos Españas, porque en un platillo de la balanza queden las víctimas, sean del bando que sean, y en el otro la barbarie, la intransigencia, la ignorancia, el resentimiento o el terror, empleado como arma estratégica. Se trata, en suma de reivindicar la dignidad y los nombres de quienes fueron borrados de la faz de la tierra, y de no olvidar que primero matan las balas y después el olvido.

La obra de Abella, valiente, profunda, reivindicativa y arrebatadoramente conmovedora debería servirnos para reflexionar sobre lo que fuimos y lo que queremos ser. Y, en estos tiempos de crispación polarizada que vivimos, tendría que ayudar a que nos quitemos de los ojos la venda de la incomprensión y de la ausencia de diálogo que a veces parecen amenazar con repetir una historia que nadie debería volver a contar.

Para evitarlo, sirva de ejemplo la figura rescatada de un buen maestro, de un intelectual profundo, de un luchador comprometido con su mundo y con su tiempo, que no pudo cumplir su promesa de llevar a sus alumnos a ver el mar, símbolo de una esperanza, de descubrir nuevos horizontes abiertos, de espacios y de miras.

José Ignacio García es escritor, crítico literario y coordinador del proyecto cultural ‘Contamos la Navidad’.
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